miércoles, 22 de mayo de 2013

EL VIEJO PANADERO III (VERONIQUE)



La brisa de la mañana le revuelve el pelo, que como una retama en el campo, aún lucha contra el viento. Tiene todo el pelo blanco, aunque eso no le importa al viejo panadero, aún tengo pelo. Pensaba con una media sonrisa que se dibujaba picarona en su cara, que a pesar de las arrugas que esculpen los años no escondían los rasgos de su infancia, debió de ser un niño travieso, bueno, pero travieso. Recordaba a menudo como se escondían en el río, cerca de la perca, para espiar a la mujer del maestro, una francesa bellísima que no dudaba en bañarse desnuda, aun sabiendo que los críos estaban por allí. Veronique fue la primera mujer que vio desnuda el viejo panadero, y su recuerdo llenaba de ternura su corazón. No había visto nada más bello en su vida. Ni las piedras de don Diego, ni el rio, ni la cascada de la Tía Pascuala, ni el barranco del Tesoro. Aquel cuerpo de curvas perfectas, aquella melena pelirroja cayendo por la espalda hasta aquel monumento hecho para el deseo sin freno del hombre, aquel aroma que les llevaba el viento, como si cada poro de la piel de Veronique se lo llevase una hada invisible hasta sus pequeñas naricitas. Ella creó un centro de ayuda para los pobres, donde repartía alimentos y ropa en aquellos duros tiempos. El joven panadero y sus compinches acudían al lugar solo para verla trabajar, y cuando ésta se acercaba a charlar con ellos, el joven panadero se ruborizaba y su cara se volvía roja como un tomate. Tampoco olvidará jamás el primer día de trabajo en la panadería. Era ya un hombre, con apenas 17 años cumplidos portaba el cuerpo de un hombre curtido en el campo, manos fuertes y espalda ancha, mirada franca y sonrisa clara. Era repartidor y llevaba el pan a las casas de personas que, o bien no querían ir a la panadería y hacer cola, o bien, no podían acercarse. La última casa ese día fue la de Veronique. Le abrió la puerta una criada, gordita y simpática le invitó a pasar adentro. El no entendía el por qué, solo debían pagarle y se marcharía, pero entró sin pensarlo dos veces, quería ver a Veronique. Ya no se la veía por las fiestas, ni en ningún acto social. La criada lo guió hasta el salón de la casa finamente adornado: quinqués de porcelana, lámpara de araña, alfombras persas, muebles de nogal, ébano, roble. Un salón de ricos, a la altura de la belleza de su ama. Allí, sentada en un sofá, aunque más que sentada, parecía dejada, tirada como un trapo, una muñeca con la que la niña de la casa se ha aburrido de jugar.  Veronique le sonrió, le agarró la mano con dificultad. Los ojos, entonces  jóvenes, del viejo panadero temblaron aguantando una lágrima que luchaba en su párpado para caer por su mejilla. Pero él era un hombre, y los hombre no deben llorar, y menos delante de una mujer. Veronique, aquella belleza pelirroja, aquel cuerpo con el que solo podía soñar por las noches, aquel primer amor imposible estaba postrada en una silla, enferma, se le caía el pelo, y su olor era el de la muerte. Pero sus ojos brillaban aún con fulgor, eran dos ascuas que no querían apagarse, dos estrellas que brillaban en la niebla.
-¿Eres uno de aquellos niños que iban al río a espiarme? -El viejo panadero la miró atónito. Ella conocía aquella travesura y nunca dijo nada. Sus padres los hubieran castigado pero bien, además de haberse llevado unos cuantos palos. Su infantil piel sin duda hubiera catado el cuero antiguo del cinturón de su padre.
-¿Cómo dice? –Trató de disimular, sin convencimiento, el joven panadero.
-Sois muy malos espías, hacíais mucho ruido, y tampoco disimulabais muy bien cuando os cruzabais conmigo. Sobretodo tú.  Pero eras el único que me miraba a los ojos. –Aquellas palabras, con su acento francés y su voz rota por la enfermedad jamás las olvidaría. El joven panadero agachó la cabeza avergonzado, ella le acariciaba la mano con dulzura, él la sostuvo con la ternura de un enamorado, la besó, su mano estaba fría pero podía oler aún, aunque fuera débilmente, aquel perfume que traspasaba el rio y los árboles, que traspasaba su alma deseando abrazar aquel cuerpo de ninfa, aquella mujer que se sentía orgullosa de ser mujer, de ser bella, de ser observada por la inocencia de los ojos inexpertos.
Dos días después Veronique murió. El acudió al entierro desanimado,  triste y apocado,  como si se hubiera muerto alguien muy cercano. A ningún amigo le contó las palabras de la mujer del maestro. Era algo que quería guardarse para él, su secreto inconfesable, su secreto inofensivo. Miraba el ataúd, ella no querría que la sepultasen, ni que la metieran en un frio y oscuro nicho. Ella debería descansar en el fondo del río, bajo el salto de agua donde se bañaba. Ella no debería morir, debería ser eterna, inmortal. La belleza no debería morir.
El viejo panadero miraba su huerto, con la ventana abierta respirando el aire de la mañana. Sí que moría, la belleza moría una y otra vez. Las flores se marchitaban, el campo moría cada día más por el paso del hombre moderno, los animales se extinguían y las mujeres bellas abrazaban la tierra como cualquier otra persona. Hasta ella, que era la perfección hecha carne, la bondad personificada; la pureza y la divinidad viajaban en su pelo y en su boca, en sus ojos y en sus manos, en sus piernas y en sus gestos. El viejo panadero abría su ventana esperando verla en el huerto, leyendo al sol, o llamándolo a desayunar. Él se reía de las voces que afirmaban que no existía el amor. El viejo panadero seguía enamorado de un fantasma, de alguien que ya no estaba. Vio morir a Veronique y vio morir a su mujer. Eran pruebas irrefutables, según pensaba el viejo panadero, de que Dios nos había abandonado, o simplemente jamás estuvo ahí. Dos seres tan perfectos, de alma y de cuerpo no podían morir de aquella forma, enfermas, sufriendo, desintegrándose cada día. ¿Si ellas eran diosas en la tierra, dónde estaba el cielo entonces?