La brisa de la mañana le revuelve el pelo, que como
una retama en el campo, aún lucha contra el viento. Tiene todo el pelo blanco,
aunque eso no le importa al viejo panadero, aún
tengo pelo. Pensaba con una media sonrisa que se dibujaba picarona en su
cara, que a pesar de las arrugas que esculpen los años no escondían los rasgos
de su infancia, debió de ser un niño travieso, bueno, pero travieso. Recordaba a
menudo como se escondían en el río, cerca de la perca, para espiar a la mujer
del maestro, una francesa bellísima que no dudaba en bañarse desnuda, aun
sabiendo que los críos estaban por allí. Veronique fue la primera mujer que vio
desnuda el viejo panadero, y su recuerdo llenaba de ternura su corazón. No había
visto nada más bello en su vida. Ni las piedras de don Diego, ni el rio, ni la
cascada de la Tía Pascuala, ni el barranco del Tesoro. Aquel cuerpo de curvas
perfectas, aquella melena pelirroja cayendo por la espalda hasta aquel
monumento hecho para el deseo sin freno del hombre, aquel aroma que les llevaba
el viento, como si cada poro de la piel de Veronique se lo llevase una hada
invisible hasta sus pequeñas naricitas. Ella creó un centro de ayuda para los
pobres, donde repartía alimentos y ropa en aquellos duros tiempos. El joven
panadero y sus compinches acudían al lugar solo para verla trabajar, y cuando ésta
se acercaba a charlar con ellos, el joven panadero se ruborizaba y su cara se
volvía roja como un tomate. Tampoco olvidará jamás el primer día de trabajo en
la panadería. Era ya un hombre, con apenas 17 años cumplidos portaba el cuerpo
de un hombre curtido en el campo, manos fuertes y espalda ancha, mirada franca
y sonrisa clara. Era repartidor y llevaba el pan a las casas de personas que, o
bien no querían ir a la panadería y hacer cola, o bien, no podían acercarse. La
última casa ese día fue la de Veronique. Le abrió la puerta una criada, gordita
y simpática le invitó a pasar adentro. El no entendía el por qué, solo debían pagarle
y se marcharía, pero entró sin pensarlo dos veces, quería ver a Veronique. Ya no
se la veía por las fiestas, ni en ningún acto social. La criada lo guió hasta
el salón de la casa finamente adornado: quinqués de porcelana, lámpara de
araña, alfombras persas, muebles de nogal, ébano, roble. Un salón de ricos, a
la altura de la belleza de su ama. Allí, sentada en un sofá, aunque más que
sentada, parecía dejada, tirada como un trapo, una muñeca con la que la niña de
la casa se ha aburrido de jugar. Veronique
le sonrió, le agarró la mano con dificultad. Los ojos, entonces jóvenes, del viejo panadero temblaron
aguantando una lágrima que luchaba en su párpado para caer por su mejilla. Pero
él era un hombre, y los hombre no deben llorar, y menos delante de una mujer. Veronique,
aquella belleza pelirroja, aquel cuerpo con el que solo podía soñar por las
noches, aquel primer amor imposible estaba postrada en una silla, enferma, se
le caía el pelo, y su olor era el de la muerte. Pero sus ojos brillaban aún con
fulgor, eran dos ascuas que no querían apagarse, dos estrellas que brillaban en
la niebla.
-¿Eres uno de aquellos niños que iban al río a
espiarme? -El viejo panadero la miró atónito. Ella conocía aquella travesura y
nunca dijo nada. Sus padres los hubieran castigado pero bien, además de haberse
llevado unos cuantos palos. Su infantil piel sin duda hubiera catado el cuero antiguo
del cinturón de su padre.
-¿Cómo dice? –Trató de disimular, sin
convencimiento, el joven panadero.
-Sois muy malos espías, hacíais mucho ruido, y
tampoco disimulabais muy bien cuando os cruzabais conmigo. Sobretodo
tú. Pero eras el único que me miraba a
los ojos. –Aquellas palabras, con su acento francés y su voz rota por la
enfermedad jamás las olvidaría. El joven panadero agachó la cabeza avergonzado,
ella le acariciaba la mano con dulzura, él la sostuvo con la ternura de un
enamorado, la besó, su mano estaba fría pero podía oler aún, aunque fuera débilmente,
aquel perfume que traspasaba el rio y los árboles, que traspasaba su alma
deseando abrazar aquel cuerpo de ninfa, aquella mujer que se sentía orgullosa
de ser mujer, de ser bella, de ser observada por la inocencia de los ojos
inexpertos.
Dos días después Veronique murió. El acudió al
entierro desanimado, triste y apocado, como si se hubiera muerto alguien muy cercano.
A ningún amigo le contó las palabras de la mujer del maestro. Era algo que
quería guardarse para él, su secreto inconfesable, su secreto inofensivo. Miraba
el ataúd, ella no querría que la sepultasen, ni que la metieran en un frio y
oscuro nicho. Ella debería descansar en el fondo del río, bajo el salto de agua
donde se bañaba. Ella no debería morir, debería ser eterna, inmortal. La belleza
no debería morir.
El viejo panadero miraba su huerto, con la ventana
abierta respirando el aire de la mañana. Sí que moría, la belleza moría una y
otra vez. Las flores se marchitaban, el campo moría cada día más por el paso
del hombre moderno, los animales se extinguían y las mujeres bellas abrazaban
la tierra como cualquier otra persona. Hasta ella, que era la perfección hecha
carne, la bondad personificada; la pureza y la divinidad viajaban en su pelo y
en su boca, en sus ojos y en sus manos, en sus piernas y en sus gestos. El viejo
panadero abría su ventana esperando verla en el huerto, leyendo al sol, o llamándolo
a desayunar. Él se reía de las voces que afirmaban que no existía el amor. El viejo
panadero seguía enamorado de un fantasma, de alguien que ya no estaba. Vio morir
a Veronique y vio morir a su mujer. Eran pruebas irrefutables, según pensaba el
viejo panadero, de que Dios nos había abandonado, o simplemente jamás estuvo
ahí. Dos seres tan perfectos, de alma y de cuerpo no podían morir de aquella
forma, enfermas, sufriendo, desintegrándose cada día. ¿Si ellas eran diosas en
la tierra, dónde estaba el cielo entonces?