lunes, 28 de noviembre de 2016

EL BAR DE MI VIDA





Hoy quiero hablar de los bares. Quiero hacer un canto a todos ellos, a esos momentos vividos dentro de nuestra posada preferida, dentro de esas tabernas donde encontrábamos cómo perdernos. Pero de entre todos ellos, hay uno que es único. Es el bar que me vio crecer, al que siempre seré fiel. El pub La Calle, mi querida Calle.

Son las cinco de la tarde y es la hora del café. Tengo diecisiete años y aunque aún no sé siquiera cómo lo prefiero, si solo con azúcar, cortado, o un dulce bombón, eso sí, nunca, nunca con leche;  pero el café era uno de mis momentos favoritos del día, por no decir el mejor.  De lunes a jueves era poca la diversión, y ese pequeño rato era como un oasis dentro del anodino panorama. Lo más normal era quedar con alguien, un amigo o amiga de la pandilla, ir juntos o quedar directamente en la cafetería o pub. Y si nadie podía incluso iba solo, ojeaba el periódico, hablaba con los camareros que eran conocidos o simplemente me sentaba a disfrutar de mi café viendo las pequeñas historias que acontecían alrededor de la barra. Esos tiempos en los que no había móvil, en los que tenías que preguntar a alguien, escuchar la radio o mirar el periódico para saber el resultado de tu equipo, la cartelera del cine, los conciertos o si estaba de nuevo el cañarete cortado. Eran tiempos en los que ibas al bar para encontrar gente, para ver si iba esa chica de nuevo, para hacer amigos de café, cerveza y ese “ya me he liado”. Ahora con unas cuantas teclas ya sabes de cualquiera que tengas en tu lista de contactos, esa lista en la que terminas llamando siempre a la misma gente, porque no te engañes, en Facebook tendrás doscientos amigos pero los de verdad… con los dedos de la mano.

El lugar de mis cafés, de mis viernes  sedientos de cerveza, el lugar cuyo olor sigue siendo una sensación nostálgica, se llama Pub La Calle. Fui a muchos, visité todos los que pude pero sigo siendo fiel al pub que me desvirgó. Otros bares que me vieron crecer son los de mi pueblo, pero eso merece otro capítulo aparte.

El Pub La Calle, aún hoy me pregunto si el nombre fue un acierto, pero lo que sí sé es que pocos pubs han aguantado el paso del tiempo permaneciendo fieles a sus inicios.

Caminaba hacia La Calle cruzando la rambla (cuando estaba en obras), y abría la pesada puerta de madera (ahora se entra por la otra de la derecha) y el  olor a tabaco, ambientador, café, madera y cerveza te envolvía nada más poner un pie dentro. La oscuridad se desvanecía con cada paso que dabas en el interior y era raro no escuchar alguna risa en el primer minuto. El bar era estrecho, con la barra atestada de adornos de indios americanos, mexicanos y matrículas yankis.  Las mesas estaban en la izquierda, sobre un pequeño tranco de apenas un palmo, lo suficiente para tropezar cuando te colabas con las birras. Había farolas a lo largo del pub, simulando una calle de verdad. Mi lugar preferido era la mesa del final, justo debajo de un neón con el nombre del pub, era además la más alta, la única mesa con taburetes. Y no sé por qué, dónde más les gustaba a las chicas sentarse.

El pub era, y es, de mis primos, Antonio Luis y Pepe, primos lejanos, una consanguinidad muy lejana, pero nuestras familias siempre han estado en contacto, por lo que estaba tardando en ir  a visitarlos. Fui con apenas dieciséis años, acompañado de un amigo  de la infancia, Agustín, con el que comencé a salir por la noche de Almería; éramos tan diferentes como el sol y la luna pero no conocí amigo más fiel en esa época.

Mi primo Antonio Luis siempre ha ido de tipo duro pero es un hombre cariñoso y un cachondo mental, aunque bien es verdad que mejor no hacerlo enfadar, incluso parece crecer de estatura. Es un as en los dardos y un cuenta chistes de primera. A Pepe apenas si lo había visto un par de veces antes de ir al pub, por aquellos días él apenas iba, y si lo hacía era de noche, muy de noche. Pepe es un tipo inquieto, siempre con ideas en la cabeza, con don de gentes y espíritu aventurero.  Cuida de los suyos, ampliando su círculo, como una especie de mafia  bonachona, de familia gigante que cuida de los suyos. Estas palabras son extensibles a toda la familia. Pepe y Lola, sus padres, son un matrimonio encantador, de las mejores personas que puedo conocer, juntos han criado a seis hijos, seis, “los rizaos”, y juntos son imparables.

Pepe y Antonio son buena gente, (lo llevan en la sangre)y eso se respiraba en su pub. A pesar de la “mala follá” que pudiera tener Antonio, a priori, o de los problemas que pudiera dar algún que otro cliente, allí siempre se estaba bien acompañado. Nunca estabas solo, pero si querías estarlo también era un buen lugar, nadie te molestaba más de lo que deseases.

Luego vino la ampliación, entonces todos nos alegramos pero a decir verdad, el Pub La Calle perdió parte de su encanto. Entraba más gente, se eliminó el dichoso tranco, más máquinas de dardos, y más espacio, unos taburetes con sillas de montar tan originales como incómodos y más barra, eso siempre se agradece. Aún hoy me acuerdo de la inauguración, no cabía un alma.  Con la edad fui cambiando de “casa” y prefería La Caverna, también de mi primo Pepe, y de Matías, también él se merece otro capítulo aparte, y Tano, del que algo he escrito sin nombrarlo y al que le debo muchas “tardes de gloria”; un musicólogo y psicólogo, un bar-man de libro, se merece una serie de televisión. La Caverna está más vacía desde que te fuiste. 
En la Caverna el rock era más duro, la cerveza más negra y mis noches más largas. Comencé a ir los jueves, como una especie de reunión obligatoria para ver a mi hermano, el que trabaja todos los fines de semana. Así fui conociendo a Matías, que en la actualidad me cae genial y con el que no puedes parar de reír. Él  me echó del pub, la primera vez que fui, por ser menor de edad; tenía diecisiete años, una anécdota que muchas veces me ha recordado, no sin cierto arrepentimiento. Y también conocí a Tano. Con estos dos no se podía estar mejor.  Poco a poco se convirtió en mi segunda casa, más que eso, en el lugar donde quería estar cuando mi casa me devoraba las entrañas.

El tiempo pasa, y se posa en los indios del pub, en las matrículas de Las Vegas y en los sombreros mexicanos, en las botellas de tequila picante y en el paso de los círculos de amigos que gira perdiendo a unos y trayendo a otros. No sé a cuanta gente les habré descubierto el pub, ni mucho menos si seguirán yendo de vez en cuando. Lo que sí sé es que ha sido escenario de muchas partes de mi vida. Ha visto estupideces por mi parte, como perder a mi primer amor por ser un adolescente prepotente y esconder un sueño. O afianzar una relación que duró doce años, ha visto planes de futuro, brindis por alguno conseguido, ha visto amigos caer, a otros levantarse, a otros despedirse para siempre; ha visto deseo, alegría, risas y conversación, mucha conversación. Porque antes iba uno a los bares para hablar, para ver cómo le iba la vida a un amigo, a un conocido, a esa chica que conociste en la cola de un concierto o allí, de cervezas y bromas. Ahora abrimos el wasap y ya está. Al instante estás hablando con tu colega de Madrid, de Londres o de Japón. Pero cómo puedes creer que a alguien le vaya bien sin mirarle a los ojos, como puedes creer que una mujer se muera por verte leyendo unos putos iconos.  Yo he sido, soy, y seré de bar. De hablar mirando a los ojos, de quedar aunque haga frio, para eso está el refugio de un bar; de quedar a pesar del calor, para eso está la cerveza fría, el café con hielo y el aire acondicionado. Siempre preferiré un bar antes que el wasap, antes que el Facebook, antes que chatear con diez personas a la vez.

Los bares están muriendo, oigo latir su corazón, oculto tras los bafles, detrás de cada nota de rock, entre el polvo de los vasos de chupito, en el crujir de sus mesas, en el llanto del neón, en la lagrima del grifo de cerveza.  Volvamos pues a esas tardes de café acompañado, tiremos la dolce gusto a la basura y apostemos por el café de grano recién molido. Hablad más y usad menos el móvil, en pleno auge de internet es cuando más incomunicados estamos, mirad a los ojos y pensad en ese amigo o amiga al que hace tiempo que no ves.

Los grupos de amigos van cambiando, se afianzan algunos, se marchan otros, pero el lugar siempre es el mismo, como una atalaya, inamovible e invencible.

Querido bar, aguanta el tipo, permanece inmutable, en el mismo lugar, en el mismo sitio, y a la misma hora, iré a verte, a hablarte, a reírme contigo, a enamorarme contigo, a soñar contigo, a tratar de vivir sin que se borre mi sonrisa a pesar de los tiempos y la edad. Volaré en tu espuma para tratar de volverme loco para superar la estulta normalidad.

Y en cada muerte brindaré,

Y en cada alegría,  en cada pena.

Siempre brindaré para nacer de nuevo en la locura que sana.


viernes, 22 de julio de 2016

El chico que besó a Molly Ringwall (prólogo)



Entre papelotes amarillos por el tiempo, cajas de libros y carpetas que guardan proyectos mil, encuentro un dibujo, un Pin up dibujado por una buena amiga. Es una tarjeta de felicitación, era mi trigésimo segundo cumpleaños. El lugar la caverna, lo recuerdo todo a pesar de los litros de cerveza que corrieron esa noche. En la tarjeta varias dedicatorias, sobre todo amigos de ese extraño grupo que forjó la realización de la serie “Parados” Una dedicatoria en especial me hizo sonreír pero que no recordaba. “Mis respetos para el chico afortunado que ha podido besar a Molly Ringwall” Supongo que mi amigo se refería a mi chica, y no a la actriz americana que nos enamoró en “El club de los cinco” o “16 Velas”. Sí, le daba un aire muy especial a ella, la boca, la mirada de niña buena pero que guarda sus armas bien escondidas, un cuerpo bonito, y ese aire de princesa. Pese a ser un fan de “Breakfast club”, el título original del Club de los cinco, no me había percatado hasta entonces.

La dedicatoria me encantó y aun hoy me sigue dibujando una sonrisa en la cara. Él es un enamorado del cine ochentero, como yo. Por eso quizás creemos en finales felices, en decir siempre lo que piensas, en ser auténtico contigo mismo, y que los buenos siempre ganan al final. Pues no amigos, el bueno solo gana en las pelis. La esperanza de un mundo mejor se diluye como los amores de verano, como la autenticidad de la infancia, como un beso de despedida. Seguimos a falsos ídolos de oro, marcas que brillan en internet, creemos que siendo “buenos” ganaremos algo. No. Para nada. Molly Ringwall se creó un mundo de fantasmas y lobos, pero ella no era caperucita roja precisamente, y mató al lobo, al leñador y hasta a su propia abuela. Peor aún, hoy sigue mirándome desde su celda invisible de soledad interior, sigue mirándome hasta penetrar en mi alma con una facilidad que asusta, que me hace temblar. Mis monstruos no tienen colmillos ni garras, no usan cuchillo ni una soga, portan anillos de compromiso, medias de seda, tacones y lencería a juego. Mi monstruo del armario huele a deseo, huele a sábanas limpias, manta y leche caliente con galletas en una mañana de lluvia; huele a siesta conjunta, a desorden en el orden. Mi monstruo duerme en una caja de latón, se despierta para arañarme las entrañas, o quizás, para recordarme sus zarpazos. Está en algún lugar, a la espera de sacar lo peor de mí, de volverme una metamorfosis inversa, de convertirme en una mísera larva miserable.

Puede que sea afortunado, pues, como en las películas de nuestra infancia y juventud, todo parece recuperarse, el esfuerzo se recompensa y de repente, un día, la vida te da una tregua. Respiras y no piensas en nada, solo en el momento. Alguien te roza la mano, alguien que estuvo ahí, siempre, invisible pero atenta. La piedra del pecho, ese ídolo sagrado que robara Indiana Jones jugándose la vida, parece querer latir de nuevo. Si la vida te da, recoge. Mañana pueden venir las facturas y puede ser tarde para disfrutarlo.

Molly Ringwall hay miles, están por todos lados, aunque se creen únicas y especiales. Y lo son, a su manera. ¿Cómo no querer besar esa boca de cereza? Como la absenta, si la pruebas estás perdido. Nadarás mar adentro, sentirás que es tu flor de loto, que se encenderá la chispa adecuada, pero solo te dejará la herida, y a ti, como único culpable.

Suena el timbre y Judd Nelson, el rebelde del club de los cinco, besa a Molly, la princesa pija del instituto, la chica perfecta que se enamora del malote. Lo que no sabe Judd, John Bender en la peli, es que Claire (Molly R.) con el paso del tiempo intentará cambiarlo, le quitará ese pendiente que ahora tanto le excita, le querrá cortar el pelo, quitar esa gabardina vieja, esas camisas de pobre, y le regalará ropa de marca y piropos si accede al cambio de vestuario. Cambio que conlleva también el personal. Y dará igual lo que haga John, que acceda a todo, que se gane su confianza, que sea el mejor amante que Molly haya tenido, porque para ella siempre será el rebelde, el chico de la calle que no es de fiar.

martes, 28 de junio de 2016

GIGANTES BONACHONES (REQUIEM POR BUD SPENCER)



Anoche me fui a la cama con la trágica noticia de la muerte de Zapatones, Banana Joe, el Super policía, el grandullón imposible de tumbar, las manos más grandes del cine, la barba más reconocible y capaz de hacer palidecer al mismísimo Chuck Norris. El eterno bonachón que repartía mantecaos con la mano abierta, siempre en pos de la justicia y a favor de los más desfavorecidos. Sí, murió Bud Spencer, el nombre artístico de Carlo Pedersoli.
No voy a hablar de su extensa vida, todos sabemos que fue un campeón  en natación y que fue buena persona dentro y fuera del cine. Tampoco voy a decir que era mal actor, él mismo lo decía, ni que sus películas eran siempre iguales, pero a mí siempre me hacían reír; y aún hoy lo consiguen. Algunas me las sé de memoria, todo lo que va a pasar, y esa musiquilla tan característica de “Y si no, nos enfadamos” o “Banana Joe”. Son películas sin más pretensión que la de entretener, y hacer justicia a su manera, provocando en nuestro pequeño mundo esa punzada de esperanza por un mundo donde los malos al final paguen por sus pecados.

Pero sobretodo, lo que más me gusta de las pelis de Bud Spencer y Terence Hill, es el recuerdo de verlas con mi padre. Somos fans, y el día que no esté conmigo, seguramente iré a mi casa, desenpolvaré mi caja de dvds donde guardo la colección completa (sí, las tengo todas) cogeré una de sus preferidas,(cualquiera de la trilogía de Trinidad, y Si no, nos enfadamos, Estoy con los Hipopótamos, Dos super policias en Miami o Quien tiene a un amigo tiene un tesoro) me pondré a verla con un vaso de su vino, y viajaré en el tiempo como siempre hago con cada película del dúo de los mamporros tiernos, sí, tiernos, porque ellos me enseñaron que una película de guantazos podría ser tierna en cada mandoble.


Mi padre yo nos hemos partido de risa hasta la lágrima, da igual las veces que la hayamos visto, siempre nos reímos. El malo de turno que siempre pilla doble, las manos veloces de Terence Hill, la desgana de Bud, maleantes que cae como sacos de patatas, otros que vuelas por los aires, tíos como castillos que salen corriendo con el cuerpo, y el orgullo, dolorido, carreras imposibles, planes locos que guardan sorpresas, alubias, sartenes de lentejas. Desde que vi “Le llamaban Trinidad” empezaron a gustarme las lentejas, y soñaba con el día en que mi madre me dejara comer de la sartén. Aún recuerdo el primer que lo hice, en mi primera casa, solo en la cocina, con una sonrisa tonta, de chiquillo que la final se ha salido con la suya. Esas tonterías que nos diferencian y hacen que el día pase mejor.

Es un secreto, pero en nuestro cortijo, mi padre y yo, no sacamos platos, nuestras cucharas viajan a la sartén, ya sea de migas o carne al ajillo, y vino si es invierno, y cerveza si es verano. Padre e hijo, el monte, el aire de la sierra y una tierra que acogerá sus cenizas y las mías.

Las películas de Bud Spencer y Terence Hill, junto a los western y el Real Madrid, son de las pocas cosas que tengo en común con mi padre, y esa circunstancia provoca que me gusten más si cabe. Además, el grandullón siempre me ha recordado un poco a mi progenitor, esa barba perenne, esas manos enormes capaces de acoger a una guardería entera de bebés que de parar un tren. Esa desgana con la que miraba a Terence Hill cuando le contaba sus locos planes o sus tejes manejes para engatusarlo me recordaban a mi padre y a mí, cuando quería que me llevara a algún sitio o pedirle dinero sin permiso de mi madre. Él era Bud Spencer y yo Terence Hill, él la tranquilidad y yo el nervio, él la fuerza, yo el verbo, él esfuerzo, yo determinación.

No me imagino un día sin mi padre. Aunque este lejos, aunque no pase un día sin verlo, no me gusta la idea de saber que no estará ahí, sentado en el cortijo, mirando sus parras, cavando en la tierra, o en el sofá viendo una del Oeste.



Como pasa con las muertes de los famosos, ahora saldrán admiradores de debajo de las piedras, ahora todos dirán que veían sus películas y a todos les encantaban. Veremos millones de camisetas de Bud Spencer y reposiciones en televisión. Pero hoy no voy a quejarme porque me alegro, porque se lo merece, porque Bud será inmortal. Y cada vez que vea la cara de Bud, siempre me visitará mi Delorian particular para viajar en el tiempo con mi padre. Mi padre, el hombre de la barba eterna, ajeno a modas vintage y tendencias hípster, que de joven movía fregaderos de mármol de doscientos kilos como el que lleva un libro de la enciclopedia Espasa Calpe. Ese hombre cuyas manos son tenazas irrompibles, músculos de piedra, mirada de actor de cine, y bondad en su cara. Un socialista convencido que sufre con las diferencias sociales, un currante hercúleo que derribaría una montaña con un martillo y un cincel.


También me recuerdan, esas películas del gordo y el flaco, como las llamaba mi abuelo, a mi amigo Juanma y a mí, otro grandullón que es puro corazón, y que cuando estoy a su lado, yo parezco más pequeño y él más grande. Le he metido en mil fregados y pedido más favores que a nadie, y él, con esos ojos azules, transparencia de su amabilidad celestial, miraba para otro lado como si fuera a decir que ni hablar, que no podía, para terminar aceptando con la voz, mirarte de nuevo y asentir por completo. Un amigo sin paliativos. Otro hombre por el que me partiría la cara con quien fuera.


Hoy brindo por esos hombres buenos, fortachones llenos de bondad pura, grandullones de sonrisa amistosa, gigantes de cara agradable. Hoy quiero hacer un brindis por los hombres nobles, por los que tratan de evitar las injusticias, por los que no fallan a su palabra, por los que dan la mano de verdad, por esos hombres que van de frente, por esos hombres fieles a su amor, a su amistad, a sus ideas y a su código. Larga vida para todos vosotros.

Descansa en paz Bud, dónde estés, han ganado un salvador. Dale fuerte a los malos.

sábado, 5 de marzo de 2016

¡¡tres hurras por el auto placer femenino!!



Abro esa herramienta genial para perder el tiempo llamada Facebook, llena de comentarios políticos, xenófobos, racistas, embustes y falsas noticias; plagado de videos tutoriales, gansadas y gaticos muy monos. Y de vez en cuando te topas con algo interesante, de vez en cuando.  Esta misma mañana, cansado ya de editar y trabajar, decidí bucear entre autores que me gustan, y ver alguno nuevo, y descubro una noticia que me deja perplejo y con cierta rabia contenida. Facebook bloquea la página de Luna Miguel, una escritora que presenta un libro sobre el auto placer femenino, la masturbación de la mujer, ese tema que por lo visto para algunos sigue siendo un tabú, para otros un misterio, incluso continúa habiendo enfermos que lo verán como algo repulsivo y obsceno. Puede haber algo más bonito  y sensual, algo más erótico que una mujer tocándose, acariciando su cuerpo, sus pechos, sus muslos, sus ojos cerrados imaginando a ese o esa  amante perfecto, quizás recordando algún amor, una fantasía, o solo sintiendo cada poro de su hermosa piel. Humedecida y caliente, palpando esos escondites que tan bien conoce, explorando su universo sensitivo, acelerando el ritmo de su mano y sus caderas poco a poco hacia el éxtasis final, retomando la respiración después de haber alcanzado la cima de su montaña íntima. Que envidia me da el placer femenino. Abrazados a vosotras podemos sentiros, mojar nuestras manos con vuestro elíxir, sentir como aumenta vuestro bendito caudal, como alcanzáis el culmen una y otra vez, como disfrutáis cuando las caricias son efectivas y duchas. El perfume de vuestro cuerpo sosegado tras el placer, los besos con cierto sabor a hierro que delatan vuestros orgasmos,  los besos de vuestras bocas generosas. ¿Cómo no amaros, cómo no perder la razón?

Es inaceptable que se censure tal ejercicio de sinceridad, belleza y salud, porque el sexo, el buen sexo, el conocerse a uno o a una misma, es salud. El denunciante no puede ser otro que un taimado imbécil, un misógino retrógrado, mezquino y cobarde, al que seguro, le sonará a chino el orgasmo femenino.  Palurdo ignorante, machista recalcitrante, escupitajo insignificante que no te mereces ni el beso más triste.

Luna Miguel, que tengas muchísima suerte con tu libro.

Ánimo