Hoy quiero hablar de los bares. Quiero hacer un canto a
todos ellos, a esos momentos vividos dentro de nuestra posada preferida, dentro
de esas tabernas donde encontrábamos cómo perdernos. Pero de entre todos ellos,
hay uno que es único. Es el bar que me vio crecer, al que siempre seré fiel. El
pub La Calle, mi querida Calle.
Son las cinco de la tarde y es la hora del café. Tengo diecisiete
años y aunque aún no sé siquiera cómo lo prefiero, si solo con azúcar, cortado,
o un dulce bombón, eso sí, nunca, nunca con leche;
pero el café era uno de mis momentos favoritos del día, por no decir el
mejor. De lunes a jueves era poca la
diversión, y ese pequeño rato era como un oasis dentro del anodino panorama. Lo
más normal era quedar con alguien, un amigo o amiga de la pandilla, ir juntos o
quedar directamente en la cafetería o pub. Y si nadie podía incluso iba solo,
ojeaba el periódico, hablaba con los camareros que eran conocidos o simplemente
me sentaba a disfrutar de mi café viendo las pequeñas historias que acontecían alrededor
de la barra. Esos tiempos en los que no había móvil, en los que tenías que
preguntar a alguien, escuchar la radio o mirar el periódico para saber el resultado
de tu equipo, la cartelera del cine, los conciertos o si estaba de nuevo el
cañarete cortado. Eran tiempos en los que ibas al bar para encontrar gente,
para ver si iba esa chica de nuevo, para hacer amigos de café, cerveza y ese “ya
me he liado”. Ahora con unas cuantas teclas ya sabes de cualquiera que tengas
en tu lista de contactos, esa lista en la que terminas llamando siempre a la
misma gente, porque no te engañes, en Facebook tendrás doscientos amigos pero los de
verdad… con los dedos de la mano.
El lugar de mis cafés, de mis viernes sedientos de cerveza, el lugar cuyo olor sigue
siendo una sensación nostálgica, se llama Pub La Calle. Fui a muchos, visité
todos los que pude pero sigo siendo fiel al pub que me desvirgó. Otros bares
que me vieron crecer son los de mi pueblo, pero eso merece otro capítulo aparte.
El Pub La Calle, aún hoy me pregunto si el nombre fue un
acierto, pero lo que sí sé es que pocos pubs han aguantado el paso del tiempo
permaneciendo fieles a sus inicios.
Caminaba hacia La Calle cruzando la rambla (cuando estaba en
obras), y abría la pesada puerta de madera (ahora se entra por la otra de la
derecha) y el olor a tabaco,
ambientador, café, madera y cerveza te envolvía nada más poner un pie dentro. La
oscuridad se desvanecía con cada paso que dabas en el interior y era raro no
escuchar alguna risa en el primer minuto. El bar era estrecho, con la barra
atestada de adornos de indios americanos, mexicanos y matrículas yankis. Las mesas estaban en la izquierda, sobre un
pequeño tranco de apenas un palmo, lo suficiente para tropezar cuando te
colabas con las birras. Había farolas a lo largo del pub, simulando una calle
de verdad. Mi lugar preferido era la mesa del final, justo debajo de un neón
con el nombre del pub, era además la más alta, la única mesa con taburetes. Y no
sé por qué, dónde más les gustaba a las chicas sentarse.
El pub era, y es, de mis primos, Antonio Luis y Pepe, primos
lejanos, una consanguinidad muy lejana, pero nuestras familias siempre han
estado en contacto, por lo que estaba tardando en ir a visitarlos. Fui con apenas dieciséis años,
acompañado de un amigo de la infancia,
Agustín, con el que comencé a salir por la noche de Almería; éramos tan
diferentes como el sol y la luna pero no conocí amigo más fiel en esa época.
Mi primo Antonio Luis siempre ha ido de tipo duro pero es un
hombre cariñoso y un cachondo mental, aunque bien es verdad que mejor no hacerlo
enfadar, incluso parece crecer de estatura. Es un as en los dardos y un cuenta
chistes de primera. A Pepe apenas si lo había visto un par de veces antes de ir
al pub, por aquellos días él apenas iba, y si lo hacía era de noche, muy de
noche. Pepe es un tipo inquieto, siempre con ideas en la cabeza, con don de
gentes y espíritu aventurero. Cuida de
los suyos, ampliando su círculo, como una especie de mafia bonachona, de familia gigante que cuida de los
suyos. Estas palabras son extensibles a toda la familia. Pepe y Lola, sus
padres, son un matrimonio encantador, de las mejores personas que puedo
conocer, juntos han criado a seis hijos, seis, “los rizaos”, y juntos son
imparables.
Pepe y Antonio son buena gente, (lo llevan en la sangre)y
eso se respiraba en su pub. A pesar de la “mala follá” que pudiera tener
Antonio, a priori, o de los problemas que pudiera dar algún que otro cliente, allí
siempre se estaba bien acompañado. Nunca estabas solo, pero si querías estarlo
también era un buen lugar, nadie te molestaba más de lo que deseases.
Luego vino la ampliación, entonces todos nos alegramos pero
a decir verdad, el Pub La Calle perdió parte de su encanto. Entraba más gente,
se eliminó el dichoso tranco, más máquinas de dardos, y más espacio, unos
taburetes con sillas de montar tan originales como incómodos y más barra, eso
siempre se agradece. Aún hoy me acuerdo de la inauguración, no cabía un alma. Con la edad fui cambiando de “casa” y prefería
La Caverna, también de mi primo Pepe, y de Matías, también él se merece otro capítulo
aparte, y Tano, del que algo he escrito sin nombrarlo y al que le debo muchas “tardes
de gloria”; un musicólogo y psicólogo, un bar-man de libro, se merece una serie
de televisión. La Caverna está más vacía desde que te fuiste.
En la Caverna el rock era más duro, la cerveza más negra y mis noches más largas. Comencé a ir los jueves, como una especie de reunión obligatoria para ver a mi hermano, el que trabaja todos los fines de semana. Así fui conociendo a Matías, que en la actualidad me cae genial y con el que no puedes parar de reír. Él me echó del pub, la primera vez que fui, por ser menor de edad; tenía diecisiete años, una anécdota que muchas veces me ha recordado, no sin cierto arrepentimiento. Y también conocí a Tano. Con estos dos no se podía estar mejor. Poco a poco se convirtió en mi segunda casa, más que eso, en el lugar donde quería estar cuando mi casa me devoraba las entrañas.
En la Caverna el rock era más duro, la cerveza más negra y mis noches más largas. Comencé a ir los jueves, como una especie de reunión obligatoria para ver a mi hermano, el que trabaja todos los fines de semana. Así fui conociendo a Matías, que en la actualidad me cae genial y con el que no puedes parar de reír. Él me echó del pub, la primera vez que fui, por ser menor de edad; tenía diecisiete años, una anécdota que muchas veces me ha recordado, no sin cierto arrepentimiento. Y también conocí a Tano. Con estos dos no se podía estar mejor. Poco a poco se convirtió en mi segunda casa, más que eso, en el lugar donde quería estar cuando mi casa me devoraba las entrañas.
El tiempo pasa, y se posa en los indios del pub, en las
matrículas de Las Vegas y en los sombreros mexicanos, en las botellas de
tequila picante y en el paso de los círculos de amigos que gira perdiendo a
unos y trayendo a otros. No sé a cuanta gente les habré descubierto el pub, ni
mucho menos si seguirán yendo de vez en cuando. Lo que sí sé es que ha sido
escenario de muchas partes de mi vida. Ha visto estupideces por mi parte, como
perder a mi primer amor por ser un adolescente prepotente y esconder un sueño. O
afianzar una relación que duró doce años, ha visto planes de futuro, brindis
por alguno conseguido, ha visto amigos
caer, a otros levantarse, a otros despedirse para siempre; ha visto deseo, alegría,
risas y conversación, mucha conversación. Porque antes iba uno a los bares para
hablar, para ver cómo le iba la vida a un amigo, a un conocido, a esa chica que
conociste en la cola de un concierto o allí, de cervezas y bromas. Ahora abrimos
el wasap y ya está. Al instante estás hablando con tu colega de Madrid, de
Londres o de Japón. Pero cómo puedes creer que a alguien le vaya bien sin
mirarle a los ojos, como puedes creer que una mujer se muera por verte leyendo
unos putos iconos. Yo he sido, soy, y
seré de bar. De hablar mirando a los ojos, de quedar aunque haga frio, para eso
está el refugio de un bar; de quedar a pesar del calor, para eso está la cerveza
fría, el café con hielo y el aire acondicionado. Siempre preferiré un bar antes
que el wasap, antes que el Facebook, antes que chatear con diez personas a la
vez.
Los bares están muriendo, oigo latir su corazón, oculto tras
los bafles, detrás de cada nota de rock, entre el polvo de los vasos de chupito,
en el crujir de sus mesas, en el llanto del neón, en la lagrima del grifo de
cerveza. Volvamos pues a esas tardes de
café acompañado, tiremos la dolce gusto a la basura y apostemos por el café de
grano recién molido. Hablad más y usad menos el móvil, en pleno auge de
internet es cuando más incomunicados estamos, mirad a los ojos y pensad en ese
amigo o amiga al que hace tiempo que no ves.
Los grupos de amigos van cambiando, se afianzan algunos, se
marchan otros, pero el lugar siempre es el mismo, como una atalaya, inamovible
e invencible.
Querido bar, aguanta el tipo, permanece inmutable, en el
mismo lugar, en el mismo sitio, y a la misma hora, iré a verte, a hablarte, a reírme
contigo, a enamorarme contigo, a soñar contigo, a tratar de vivir sin que se
borre mi sonrisa a pesar de los tiempos y la edad. Volaré en tu espuma para
tratar de volverme loco para superar la estulta normalidad.
Y en cada muerte brindaré,
Y en cada alegría, en
cada pena.
Siempre brindaré para nacer de nuevo en la locura que sana.