“Si ella te llevaba era la mejor mesa. Te hacía sentir como
si fueras el único. Todos se quedaban como embobados, mirándola; no sabían si
estaban en la tierra, si era un fantasma, si… Tenían miedo que no volviera… y
ahí, los volvía a sorprender. Anotando todo ahí, mirad, junto a la caja,
paradita como por arte de magia, como un ángel… mi ángel” esta frase que habré
visto, sin exagerar, cien veces, recitar a Héctor Alterio en la grandísima
película “El hijo de la novia” es una de las escenas cinematográficas que más
profundamente me han llegado a tocar. No sé si por su sencillez, su
romanticismo sin artificios ni flores, su ternura exenta de dulces, su gran
interpretación o, sencillamente, porque quién no quiere seguir enamorado de su
pareja a pesar de los años, de las décadas, de los siglos. Quizás porque parece
algo imposible en esta época tan rápida, tan sofisticada y moderna. La era de
las nuevas tecnologías, del aquí y ahora, del ser hoy una novedad y mañana una
antigualla.
Me gustan las películas que te traspasan, que se quedan a vivir contigo en tu día a día; como los buenos libros, recuerdas frases y personajes, y la banda sonora que escogerías para ponerla en tu vida. Me gustan las alacenas, que guardan tarros viejos y latas que contienen botones, cartas viejas y olor a naftalina. Me gustan las casas de los abuelos, con los marcos cojos cargados de recuerdos, me gustan las paredes que encierran historias de familias, me gustan las familias que se abren a ti. Me gustan los botes de colacao llenos de canicas, los tacos de cromos envueltos con una goma, el olor de un libro nuevo también, pero más aún el de uno heredado. Me gustan las carpetas de años de colegio, los juguetes guardados como un tesoro esperando la máquina del tiempo. Me gustan las sillas que crujen al sentarse sobre ellas, que grita su madera y por la noche te asustan. Me gusta el sillón del padre, el beso de despedida de una madre, los tapers para los hijos, los juegos que nunca pasan de moda ni necesitan cables.
Me gustan las películas que te traspasan, que se quedan a vivir contigo en tu día a día; como los buenos libros, recuerdas frases y personajes, y la banda sonora que escogerías para ponerla en tu vida. Me gustan las alacenas, que guardan tarros viejos y latas que contienen botones, cartas viejas y olor a naftalina. Me gustan las casas de los abuelos, con los marcos cojos cargados de recuerdos, me gustan las paredes que encierran historias de familias, me gustan las familias que se abren a ti. Me gustan los botes de colacao llenos de canicas, los tacos de cromos envueltos con una goma, el olor de un libro nuevo también, pero más aún el de uno heredado. Me gustan las carpetas de años de colegio, los juguetes guardados como un tesoro esperando la máquina del tiempo. Me gustan las sillas que crujen al sentarse sobre ellas, que grita su madera y por la noche te asustan. Me gusta el sillón del padre, el beso de despedida de una madre, los tapers para los hijos, los juegos que nunca pasan de moda ni necesitan cables.
Los muebles modernos son fáciles de limpiar pero son
impersonales, desechables, jamás se volverán a poner de moda, y no tienen alma.
Sus cajones no guardan fotos amarillentas, partidas de nacimiento en épocas
oscuras ni cartas de amor; no, ya no se escriben cartas de amor, ahora son e-mails
fáciles de escribir y mandar, con corrector ortográfico y administrador de
simpleza. O puedes mandar un wasap, con una foto instantánea de ti poniendo
morritos (para terminar de vomitar). No, no estoy en contra del futuro ni de
los adelantos, de hecho estoy al día. Pero no me digáis que se ha perdido
romanticismo. Se ha perdido el arte de contar historias. Parecemos un mal
remake. No hay nada nuevo en el horizonte que sea fresco, que te llegue, que te
traspase. Incluso yo me siento idiota escribiendo en el ordenador mientras que
con 12 años me sentía todo un escritor al golpear las teclas de la máquina de
escribir de mi madre, "la Marifran". Y que
conste que prefiero mi pantalla LCD de 24 pulgadas y mi teclado nuevo
ergonómico y reposa manos. Pero el romanticismo se pierde, como el primer beso
en los días de verano, como la juventud, divino tesoro; que diría Rubén Darío.
Todo se pierde y en mi rio de fracasos hago cábalas con un
camafeo infame que engraso con la sangre que dejé en el camino. Si no hay
romanticismo se muere la poesía, y en los tiempos de la prima de riesgo, bancos
malos y gobiernos fascistas ¿Qué pinta un poeta si no tiene a quién enseñar su
obra? Como va surgir un político ilusionante y verdadero en la era del “me da todo
igual, mientras no me toque a mí”. Dónde vas a trabajar si tienes escrúpulos y
orgullo, donde nacerán tus hijos si tus maletas te han dejado atrás.
Con la casa a cuestas y la ilusión por los tobillos nos buscamos la vida, fracasados del sistema, envueltos además en el papel amarillo de las multas de los recaudadores sin educación ni modales, pistoleros de poca monta que ni de leyes entienden pues acabaron la E.S.O. de chiripa.
Con la casa a cuestas y la ilusión por los tobillos nos buscamos la vida, fracasados del sistema, envueltos además en el papel amarillo de las multas de los recaudadores sin educación ni modales, pistoleros de poca monta que ni de leyes entienden pues acabaron la E.S.O. de chiripa.
Embarcados en el viaje de sobrevivir escuchamos la última
historia del abuelo. Todo se repite pero a peor, la familia te esperaba a tu
vuelta, y tu ángel te acompañaba a pesar de la distancia; ahora viajas solo
mirando el móvil por si aparecen sus alas en una foto de wasap.
joa
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...
¡Mas es mía el Alba de oro!
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...
¡Mas es mía el Alba de oro!
de RICARDO DARÍN