Anoche me fui a la cama con la trágica noticia de la muerte
de Zapatones, Banana Joe, el Super policía, el grandullón imposible de tumbar,
las manos más grandes del cine, la barba más reconocible y capaz de hacer
palidecer al mismísimo Chuck Norris. El eterno bonachón que repartía mantecaos
con la mano abierta, siempre en pos de la justicia y a favor de los más
desfavorecidos. Sí, murió Bud Spencer, el nombre artístico de Carlo Pedersoli.
No voy a hablar de su extensa vida, todos sabemos que fue un
campeón en natación y que fue buena persona
dentro y fuera del cine. Tampoco voy a decir que era mal actor, él mismo lo
decía, ni que sus películas eran siempre iguales, pero a mí siempre me hacían reír;
y aún hoy lo consiguen. Algunas me las sé de memoria, todo lo que va a pasar, y
esa musiquilla tan característica de “Y si no, nos enfadamos” o “Banana Joe”.
Son películas sin más pretensión que la de entretener, y hacer justicia a su
manera, provocando en nuestro pequeño mundo esa punzada de esperanza por un
mundo donde los malos al final paguen por sus pecados.
Pero sobretodo, lo que más me gusta de las pelis de Bud
Spencer y Terence Hill, es el recuerdo de verlas con mi padre. Somos fans, y el
día que no esté conmigo, seguramente iré a mi casa, desenpolvaré mi caja de
dvds donde guardo la colección completa (sí, las tengo todas) cogeré una de sus
preferidas,(cualquiera de la trilogía de Trinidad, y Si no, nos enfadamos,
Estoy con los Hipopótamos, Dos super policias en Miami o Quien tiene a un amigo
tiene un tesoro) me pondré a verla con un vaso de su vino, y viajaré en el
tiempo como siempre hago con cada película del dúo de los mamporros tiernos,
sí, tiernos, porque ellos me enseñaron que una película de guantazos podría ser tierna
en cada mandoble.
Mi padre yo nos hemos partido de risa hasta la lágrima, da
igual las veces que la hayamos visto, siempre nos reímos. El malo de turno que
siempre pilla doble, las manos veloces de Terence Hill, la desgana de Bud,
maleantes que cae como sacos de patatas, otros que vuelas por los aires, tíos
como castillos que salen corriendo con el cuerpo, y el orgullo, dolorido,
carreras imposibles, planes locos que guardan sorpresas, alubias, sartenes de
lentejas. Desde que vi “Le llamaban Trinidad” empezaron a gustarme las
lentejas, y soñaba con el día en que mi madre me dejara comer de la sartén. Aún
recuerdo el primer que lo hice, en mi primera casa, solo en la cocina, con una
sonrisa tonta, de chiquillo que la final se ha salido con la suya. Esas tonterías
que nos diferencian y hacen que el día pase mejor.
Es un secreto, pero en nuestro cortijo, mi padre y yo, no
sacamos platos, nuestras cucharas viajan a la sartén, ya sea de migas o carne
al ajillo, y vino si es invierno, y cerveza si es verano. Padre e hijo, el
monte, el aire de la sierra y una tierra que acogerá sus cenizas y las mías.
Las películas de Bud Spencer y Terence Hill, junto a los
western y el Real Madrid, son de las pocas cosas que tengo en común con mi
padre, y esa circunstancia provoca que me gusten más si cabe. Además, el grandullón
siempre me ha recordado un poco a mi progenitor, esa barba perenne, esas manos
enormes capaces de acoger a una guardería entera de bebés que de parar un tren. Esa desgana con la que miraba a Terence Hill cuando le contaba sus locos planes
o sus tejes manejes para engatusarlo me recordaban a mi padre y a mí, cuando
quería que me llevara a algún sitio o pedirle dinero sin permiso de mi madre.
Él era Bud Spencer y yo Terence Hill, él la tranquilidad y yo el nervio, él la
fuerza, yo el verbo, él esfuerzo, yo determinación.
No me imagino un día sin mi padre. Aunque este lejos, aunque
no pase un día sin verlo, no me gusta la idea de saber que no estará ahí,
sentado en el cortijo, mirando sus parras, cavando en la tierra, o en el sofá
viendo una del Oeste.
Como pasa con las muertes de los famosos, ahora saldrán
admiradores de debajo de las piedras, ahora todos dirán que veían sus películas
y a todos les encantaban. Veremos millones de camisetas de Bud Spencer y
reposiciones en televisión. Pero hoy no voy a quejarme porque me alegro, porque
se lo merece, porque Bud será inmortal. Y cada vez que vea la cara de Bud,
siempre me visitará mi Delorian particular para viajar en el tiempo con mi
padre. Mi padre, el hombre de la barba eterna, ajeno a modas vintage y
tendencias hípster, que de joven movía fregaderos de mármol de doscientos kilos
como el que lleva un libro de la enciclopedia Espasa Calpe. Ese hombre cuyas
manos son tenazas irrompibles, músculos de piedra, mirada de actor de cine, y
bondad en su cara. Un socialista convencido que sufre con las diferencias
sociales, un currante hercúleo que derribaría una montaña con un martillo y un
cincel.
También me recuerdan, esas películas del gordo y el flaco,
como las llamaba mi abuelo, a mi amigo Juanma y a mí, otro grandullón que es puro
corazón, y que cuando estoy a su lado, yo parezco más pequeño y él más grande.
Le he metido en mil fregados y pedido más favores que a nadie, y él, con esos
ojos azules, transparencia de su amabilidad celestial, miraba para otro lado
como si fuera a decir que ni hablar, que no podía, para terminar aceptando con
la voz, mirarte de nuevo y asentir por completo. Un amigo sin paliativos. Otro
hombre por el que me partiría la cara con quien fuera.
Hoy brindo por esos hombres buenos, fortachones llenos de bondad
pura, grandullones de sonrisa amistosa, gigantes de cara agradable. Hoy quiero
hacer un brindis por los hombres nobles, por los que tratan de evitar las
injusticias, por los que no fallan a su palabra, por los que dan la mano de
verdad, por esos hombres que van de frente, por esos hombres fieles a su amor,
a su amistad, a sus ideas y a su código. Larga vida para todos vosotros.