1
Una chica de negro camina
curiosa leyendo las lápidas de los austeros nichos imaginando sus vidas cual
escritora creando personajes y tramas para una novela que jamás escribirá en
papel alguno. Él la mira curioso y con cierto deseo casi adolescente. Una
generación los separa pero una mirada los une en un instante que le parece magia.
La imagina en sus brazos acurrucada, mirándola con aquellos ojos que se
clavarán en su memoria, misteriosos e insondables. Hilos invisibles los guían
por el campo santo hasta encontrarse casi de bruces. Ella lo esquiva como si
fuera un mueble pero algo en él le agrada. Insistencias y curiosidad provocan
que caiga el muro que guarda a la muchacha del exterior, de los hombres, de las
hienas. Charlas y cafés, humor negro y literatura, fotografía y cinefilia. Sus
caminos se volverán a juntar para provocar el éxtasis en sus bocas, el temblor
en sus cuerpos, el hambre en sus manos, el deseo en su piel. Ella no espera
nada, la vida le ha defraudado desde que empezara a andar, pero se siente feliz
por una noche.
2
Deja el marca páginas
señalando el último capítulo leído, los ojos, cansados, comienzan a cerrarse.
Su delgado cuerpo se cubre desnudo con apenas un trozo de sábana. En la
oscuridad de su cuarto se agita pensando en él, en su olor, en sus
caricias, en su boca experta jugando con
su lengua principiante, en sus ojos mirándola tan intensamente que duele. Nadie
le había puesto la piel de gallina antes, y nadie es mucha gente. Tiene sueño,
sus párpados han bajado el telón derrotados por el cansancio, pero su cabeza no
quiere dormir, solo rememora una noche, un momento en el tiempo con el que soñó
como una niña y que se hizo realidad cuando menos lo esperaba. Aquel momento
era su isla, su lugar de escape, la huida de su guerra, de la batalla diaria
con los ejércitos de su sangre, de su destino, de su pasado imborrable y
aciago. Como los libros que devoraba, ella nadaba en aquella noche de pasión y
besos robados para alcanzar su oasis. Para evadirse y no volverse más loca aún.
A menudo se imaginaba a
sí misma deambulando por la calle sin rumbo, despeinada y con la mirada
perdida. Respirando un oxígeno prestado, caminando por inercia, encargando su
lápida para descansar de una vez definitiva. La muerte no le daba miedo y sus
visitas al cementerio abrazadas, sin saberlo ella, por las ánimas ancladas a
este mundo, eran la comprobación del final de una vida. Polvo al polvo, los
huesos en la tierra, morir y alcanzar la liberación total; pero no hay nada al
otro lado, solo oscuridad y olvido. Alguien te llevará flores hasta que dejen
de pensar en ti. ¿Y él, te traería flores, cuidaría tu tumba? La muerte no le asustaba y cuando llegase la
abrazaría sin más, pero era joven y aunque deseaba dejar un bonito cadáver ella
no quería morir.
Miraba bocas que
hablaban, personas que reían sin sentido (al menos para ella), hombres que la
miraban con deseo pero que se alejaban, mujeres que la miraban con curiosidad
unas, y recelo otras. A ella nada le importaba todo aquello. Casi nadie le
interesaba lo suficiente para esforzarse por escuchar si quiera. ¿Era una dama
cruel, una niña antisocial, un bicho raro? No, era una mujer distinta, una
inteligencia a la que le daba igual demostrarlo, relacionarse o sentirse
alagada. No necesitaba que nadie le dijera lo hermosa que era, o que original
era su look. Pamplinas de niñas de colegio. No buscaba un príncipe azul ni el
vestido blanco. Tampoco ser la reina del baile ni el imán que atrae más miradas
en las fiestas. Era la nínfula del libro de Nabokov, era la libertad encarnada,
era la hija perdida, era Lilith abandonando a Adán, era la princesa que no
quiso ser reina, era la belleza virginal de una mirada auténtica, la sombra que
perdió Peter Pan, la hermana bastarda de los niños perdidos.
En la mañana se
despierta con la desazón del que no tiene nada que hacer. Su inspiración no
parece acompañarla y lo único que escribe es su nombre, para luego maldecirlo.
Ella no imagina el infierno por el que él está pasando, las preguntas que se
agolpan en su cabeza. Ella no sabe que aunque él viviera cien años jamás la
olvidaría. Se viste despacio y adormilada, su sueño se entrecortó varias veces
creyendo notar sus manos de nuevo a su lado. Desayuna a desgana y mira ofertas
de trabajo. Hay una vacante en el tanatorio, habrá poca competencia, piensa deseando que así sea. Su curso de
tanatopraxia es un buen curriculum para
el puesto. Con una sonrisa en la cara, algo extraño en ella, encara el día de
mejor humor, algo también extraño en ella. Sentada en un despacho impersonal
contesta lacónicamente a las preguntas que llueven en la habitación que guarda
su futuro próximo. Y entonces vuelve a recordar la noche en la que él la besó.
La vida sabe mejor así.
3
Es su primer día de
trabajo y el tanatorio está abarrotado. Está impaciente por comenzar su labor,
imposible para muchos.
–Tienes suerte, es tu
primer día y te dejo un bonito cadáver.-Su jefe (demasiado simpático para ella)
le entrega una carpeta y el número de la sala donde espera frio y muerto un cuerpo
a maquillar y enterrar. Ella se dirige veloz a la sala y abre la puerta. Su
mundo se cae como la carpetilla de sus manos. El cuerpo para maquillar, el
cuerpo que esa noche velarán, el cuerpo que pronto estará en el cementerio
pudriéndose como su corazón en ese instante, es él; es el hombre que besó su
alma, son las manos con las que sueña en sus noches, es la boca por la que sus
labios se pierden, son los ojos que la miran más allá. Sus lágrimas corren su
rímel negro que baja por su cuello de cisne hasta morir en sus pequeñas
pirámides. Aprieta sus pequeñas manos implorando a Caronte que dé la vuelta y
le devuelva a su ladrón. Aún le quedaban
más besos por robar.