martes, 18 de junio de 2013

La chica del cementerio



                                                                       1


Una chica de negro camina curiosa leyendo las lápidas de los austeros nichos imaginando sus vidas cual escritora creando personajes y tramas para una novela que jamás escribirá en papel alguno. Él la mira curioso y con cierto deseo casi adolescente. Una generación los separa pero una mirada los une en un instante que le parece magia. La imagina en sus brazos acurrucada, mirándola con aquellos ojos que se clavarán en su memoria, misteriosos e insondables. Hilos invisibles los guían por el campo santo hasta encontrarse casi de bruces. Ella lo esquiva como si fuera un mueble pero algo en él le agrada. Insistencias y curiosidad provocan que caiga el muro que guarda a la muchacha del exterior, de los hombres, de las hienas. Charlas y cafés, humor negro y literatura, fotografía y cinefilia. Sus caminos se volverán a juntar para provocar el éxtasis en sus bocas, el temblor en sus cuerpos, el hambre en sus manos, el deseo en su piel. Ella no espera nada, la vida le ha defraudado desde que empezara a andar, pero se siente feliz por una noche.





                                                                       2

Deja el marca páginas señalando el último capítulo leído, los ojos, cansados, comienzan a cerrarse. Su delgado cuerpo se cubre desnudo con apenas un trozo de sábana. En la oscuridad de su cuarto se agita pensando en él, en su olor, en sus caricias,  en su boca experta jugando con su lengua principiante, en sus ojos mirándola tan intensamente que duele. Nadie le había puesto la piel de gallina antes, y nadie es mucha gente. Tiene sueño, sus párpados han bajado el telón derrotados por el cansancio, pero su cabeza no quiere dormir, solo rememora una noche, un momento en el tiempo con el que soñó como una niña y que se hizo realidad cuando menos lo esperaba. Aquel momento era su isla, su lugar de escape, la huida de su guerra, de la batalla diaria con los ejércitos de su sangre, de su destino, de su pasado imborrable y aciago. Como los libros que devoraba, ella nadaba en aquella noche de pasión y besos robados para alcanzar su oasis. Para evadirse y no volverse más loca aún.

A menudo se imaginaba a sí misma deambulando por la calle sin rumbo, despeinada y con la mirada perdida. Respirando un oxígeno prestado, caminando por inercia, encargando su lápida para descansar de una vez definitiva. La muerte no le daba miedo y sus visitas al cementerio abrazadas, sin saberlo ella, por las ánimas ancladas a este mundo, eran la comprobación del final de una vida. Polvo al polvo, los huesos en la tierra, morir y alcanzar la liberación total; pero no hay nada al otro lado, solo oscuridad y olvido. Alguien te llevará flores hasta que dejen de pensar en ti. ¿Y él, te traería flores, cuidaría tu tumba?  La muerte no le asustaba y cuando llegase la abrazaría sin más, pero era joven y aunque deseaba dejar un bonito cadáver ella no quería morir.

Miraba bocas que hablaban, personas que reían sin sentido (al menos para ella), hombres que la miraban con deseo pero que se alejaban, mujeres que la miraban con curiosidad unas, y recelo otras. A ella nada le importaba todo aquello. Casi nadie le interesaba lo suficiente para esforzarse por escuchar si quiera. ¿Era una dama cruel, una niña antisocial, un bicho raro? No, era una mujer distinta, una inteligencia a la que le daba igual demostrarlo, relacionarse o sentirse alagada. No necesitaba que nadie le dijera lo hermosa que era, o que original era su look. Pamplinas de niñas de colegio. No buscaba un príncipe azul ni el vestido blanco. Tampoco ser la reina del baile ni el imán que atrae más miradas en las fiestas. Era la nínfula del libro de Nabokov, era la libertad encarnada, era la hija perdida, era Lilith abandonando a Adán, era la princesa que no quiso ser reina, era la belleza virginal de una mirada auténtica, la sombra que perdió Peter Pan, la hermana bastarda de los niños perdidos.

En la mañana se despierta con la desazón del que no tiene nada que hacer. Su inspiración no parece acompañarla y lo único que escribe es su nombre, para luego maldecirlo. Ella no imagina el infierno por el que él está pasando, las preguntas que se agolpan en su cabeza. Ella no sabe que aunque él viviera cien años jamás la olvidaría. Se viste despacio y adormilada, su sueño se entrecortó varias veces creyendo notar sus manos de nuevo a su lado. Desayuna a desgana y mira ofertas de trabajo. Hay una vacante en el tanatorio, habrá poca competencia, piensa deseando que así sea. Su curso de tanatopraxia es un buen curriculum  para el puesto. Con una sonrisa en la cara, algo extraño en ella, encara el día de mejor humor, algo también extraño en ella. Sentada en un despacho impersonal contesta lacónicamente a las preguntas que llueven en la habitación que guarda su futuro próximo. Y entonces vuelve a recordar la noche en la que él la besó. La vida sabe mejor así.



                                                           3

Es su primer día de trabajo y el tanatorio está abarrotado. Está impaciente por comenzar su labor, imposible para muchos.

–Tienes suerte, es tu primer día y te dejo un bonito cadáver.-Su jefe (demasiado simpático para ella) le entrega una carpeta y el número de la sala donde espera frio y muerto un cuerpo a maquillar y enterrar. Ella se dirige veloz a la sala y abre la puerta. Su mundo se cae como la carpetilla de sus manos. El cuerpo para maquillar, el cuerpo que esa noche velarán, el cuerpo que pronto estará en el cementerio pudriéndose como su corazón en ese instante, es él; es el hombre que besó su alma, son las manos con las que sueña en sus noches, es la boca por la que sus labios se pierden, son los ojos que la miran más allá. Sus lágrimas corren su rímel negro que baja por su cuello de cisne hasta morir en sus pequeñas pirámides. Aprieta sus pequeñas manos implorando a Caronte que dé la vuelta y le devuelva a su ladrón. Aún le quedaban más besos por robar.