Murió el más grande de los grandes. Sí, hablo de Don Alfredo
Di Estéfano, no voy a hablar de fútbol, no. De lo que voy a hablar es de la
vida misma y de como un suceso, en apariencia lejano a mi vida cotidiana, me
inunda de recuerdos sobre mi infancia y me transporta a ese mágico momento en
el que tu abuelo te explicaba una de sus pasiones.
Se le llenaba la boca cuando hablaba de la “saeta rubia”, no
le maravillaba el fútbol hasta que lo vio jugar a él. Mi abuelo nunca fue un
fanático, ni siquiera un seguidor que viaja a ver algún partido de su equipo,
apenas pudo jugar al balón pues desde su más tierna niñez le obligaron a
trabajar, además de sufrir una terrible postguerra y las consecuencias de tener
un padre de izquierdas. Pero sabía de fútbol, él me regaló mis primeras
lecciones y me enseñó historia
balompédica.
Mi abuelo, como ya he contado en otras ocasiones, se marchó
a trabajar a Orán, siendo provincia de Francia, y allí vio un amistoso del Real
Madrid. En ese momento, cuando Di Estefano corría por el campo, “dando la
sensación de que el Madrid jugara con 14 jugadores”, la pasión por el fútbol
aumentó sobremanera en las venas de mi querido abuelo. “Aquel jugador tenía
magia, fuerza, era el mejor de los mejores”, decía.
Mi abuelo era una enciclopedia
futbolística, sobretodo del Real Madrid. No soportaba cuando decían que era el
equipo de Franco, semejante tontería no la soportaba interpelando y exigiendo
no mezclar las churras con las merinas. Vió todas las finales de la Copa de
Europa, pero la que mejor recuerdo tiene es contra el Estade Reims, trabajando
en un restaurante en Orán y celebrando los goles ante las miradas frías de los
franceses.
Casi todo lo que sé de fútbol me lo enseñó él, a practicarlo
mejor mi padre, que jugó en el mármol Macael de interior derecho, a lo Míchel,
otro ídolo de la infancia mío, y de mi padre también. Pero en cuanto a alineaciones,
historia, jugadores, noticias, copas y recopas se refiere, el sabio era mi
abuelo. No soportaba que perdiera su equipo y cuando lo hacía siempre recordaba
la racha de victorias en liga del equipo de Alfredo Di Estefano. O alguna
jugada de ensueño, una remontada imposible, la épica que comenzó a hacer grande
al Real Madrid.
Siempre que veo un partido importante de los merengues me
acuerdo de él renegando por alguna pérdida de balón, o dándome dinero para
comprar la revista futbolera de turno o cromos de la liga. Los mundiales le
encantaban. Qué pena que no pudiera ver las dos Eurocopas y el mundial de “la roja”,
expresión que le gustaba.
Mi abuelo vivió las nueve copas de Europa, por eso la décima
se la dediqué en silencio, brindando mi cerveza al cielo cuando salí a la
terraza y el árbitro pitó el final del partido con la pena de los atléticos y
el deseo de que ojalá la ganen pronto. También me angustia que no viera el
ascenso de la U.D. Almería y a su nieto trabajar en el campo grabando una de
las mejores noticias que han ocurrido en nuestra ciudad. En la primera visita
del Real Madrid al estadio de los Juegos Mediterráneos me llevé, como no podía
ser de otra manera, a mi padre, pero incluso él se acordó de mi abuelo, siendo
su suegro y no su padre, porque de la historia de aquella camiseta blanca que
saltaba a “nuestro” césped nadie en mi casa sabía más que Juan Lola. Por cierto,
celebré cada gol del Almería que ganó 2-0 jugando de maravilla. Mi padre sufrió
algo más pues era la primera vez que veía al Madrid, y encima se lesionó Van Nistelrooy.
Pero sobretodo me acordé de ellos cuando estuve en el partido del Bernabéu. La casa
blanca, donde me hubiera encantado ver un partido de Champions con mi padre y
mi sabio abuelo, al que también le gustaba como jugaba Amavisca, jugador con el
que pude conversar en el decanso.
Cada gol blanco, cada cromo que guardo en mi caja vieja o en
los álbumes refugiados en mi pueblo, cada camiseta del Madrid que descansa en
mi armario, me recuerdan a su sapiencia futbolística. Se acordaba siempre de la
fechas y horas de los partidos, en aquella época romántica de los domingos de
radio y locuras de goles, tardes de partidos y resultados a la par, no como
ahora que debido a los cambios de calendario obligados por el monstruo de la
televisión de pago, la federación inútil de fútbol, y los gobiernos egoístas,
hay fútbol los lunes, los viernes, sábados y domingos, algunos con horarios
imposibles de seguir, en un amalgama de fechas y horas tan absurdo que he
perdido casi el interés en seguir la liga española.
El 7 de Julio de 2014 nos dejaba una leyenda del fútbol, el
mejor de los mejores, aquel que revolucionó el balompié, el jugador del que más
hablaba mi abuelo. Con su muerte se encendieron la ascuas del recuerdo de las
tardes de fútbol, cuando jugaba la quinta del Buitre, cuando sufríamos con la selección, indignados
y furiosos ante el codazo de Tassotti, ilusionados con un jugador que se convertiría
en el mejor 7 del Madrid (con permiso de Juanito y Butragueño) llamado Raúl,
alucinando con la séptima, con el pase de tacón de Redondo ante el Manchester,
el 5-0 al Barça con un Laudrup de blanco que destilaba magia con cada pase, con
Fernando Hierro todo era más fácil, la comparación de Zamorano con Santillana y
su portentoso salto, el debut de Casillas, con mi edad y el descanso del gran Paco
Buyo; no entendimos la destitución de Vicente del Bosque, nos volvimos locos
con la volea de Zidane y sufrimos con entrenadores que no sabían a qué jugaban.
Hasta la muerte del genio, con 88 años, no me había dado
cuenta de lo ligados que estaban todos esos recuerdos futboleros a mi abuelo,
también a mi padre, al que llamo cuando veo una gran victoria del Madrid y no he
visto el partido con él, algo que debo de hacer más a menudo. Te lo prometo
viejo. Descansa en paz Alfredo, te quiero abuelo.