martes, 26 de marzo de 2013

Tren Nocturno



                                                                    
Bajo el cielo al que miramos buscando respuestas desde que éramos cavernícolas conviven personalidades tan dispares como abundantes y heterogéneas. Se forman con los años llegando incluso a cambiar; hacemos planes y pensamos en un futuro, que suele guardarnos sorpresas. Hay una canción de los Guns´n Roses que se llama “Night Train” que en la primera escucha parece que solo habla de beber hasta perder el control. Pero no, va más allá, como casi todas sus canciones. Se trata, como dice el virtuoso guitarrista Slash, de “ir a tu puta bola”, eso es, hacer lo que te dé la gana, lo que te apetezca, sin joder a nadie. Levantarte por la mañana, currar duro, y currar por algo que te guste, aunque a veces haya que realizar trabajos molestos por el hecho ineludible de ganar pasta para poder vivir. Pero la noche es tuya, el reino de la luna tiene algo que hace que cada noche, aunque parezca el mismo rollo de siempre, al final te sorprende cuando menos te los esperas. Frases que recordarás para siempre, risas y besos de locura. Su cara reflejada en el fondo del vaso, su voz oculta en una canción melancólica; la noche puede ser agónica y triste, pero puede ser fantástica con los amigos bien escogidos, con los mejores.

Cogeré el tren nocturno con el billete picado en el cinturón, me agarraré bien al soporte de sujeción para no caer en las frenadas ni tampoco en las embestidas que te arañan la espalda. Lo das todo y ahora te desprecian cobardes que no se atreven a continuar contigo el viaje. Se ocultan en el vagón trasero dudando y dudando y ralentizando el viaje hacia la felicidad, tienes que parar un momento para apearlos del tren, aunque sea a la fuerza, aunque sea doloroso, aunque sea jodidamente doloroso. Despojado de miedos y lastre el viaje es más rápido aunque al principio cuesta más arrancar la máquina, por un momento creerás que te quedarás tirado, pero poco a poco la bestia de metal comenzará su marcha endiablada. La caldera pide más leña, el fuego purifica, el fuego que se esconde en la noche, en las pestañas de una barra quebrada por el peso de la multitud. Un sabio dijo una vez que los bares están llenos de corazones rotos. La noche los ampara a todos.

Sí, cogeré el tren de las circunstancias, del aura sucia y el olvido del calendario; el tren que no tiene última estación porque nunca llega la última, del tren de la risa contagiosa, del carpe diem, donde el primero eres tú mismo. Tú.

domingo, 24 de marzo de 2013

LA CIMA



                                                            


El sendero lo conocía de memoria. Tocaba siempre con la mano la señal de madera que indicaba por donde se dirigía la ruta. La primera vez que anduvo por esos caminos se equivocó, saltándose la señal y guiando al grupo que le acompañaba en una ruta de máximo nivel. Ahora lo recuerda sonriendo, pero fue una imprudencia. Se detiene a comer en la mesa de madera del refugio donde talló su nombre junto al de ella; lo hizo con la navaja de su padre, una automática que le acompaña siempre en sus viajes a la montaña. Emprende la marcha a desgana, va solo y tiene tiempo a pararse a mirar, a escuchar. El rumor del bosque le habla, él piensa que es algo mágico, un sonido que el hombre ha silenciado casi por completo.

Tras una hora de caminata se detiene en una roca saliente, que corona el cerro, última etapa antes de alcanzar el pico más alto de la montaña. Desde allí fotografía el camino andado, las cumbres nevadas, el horizonte. Se queda dormido, relajado con el silencio, con la tranquilidad de estar completamente solo, ninguna persona cerca. Su única compañía es una Lavandera, o Pajarica de las nieves, un pájaro que saltito a saltito ha llegado con cautela al lugar donde han caído las migas de pan.

Tumbado en la roca observa el movimiento impasible de las nubes; está tranquilo, no echa en falta nada. Oye sus pensamientos y en su interior ya no suenan los demonios, pero sigue sin saber porque ha venido.

La montaña le regala la visita inesperada de una cabra montesa de imponentes cuernos, parece estar posando para la foto.

Reanuda la marcha y se encuentra con un gran nevero. No tiene piolet, pero confía en el bastón de senderismo. Gran error. Con cautela y con el bastón en la derecha, donde se encuentra la pendiente y posible caída hacia abajo, cruza lentamente; está apunto de cruzar al otro lado, la nieve no está demasiado dura y las botas se clavan bien en ella. Un traspié le hace caer, en mitad del nevero clava el bastón que se dobla pero frena la caída. Rueda hacia tierra firme pensando en cómo volver a cruzarlo cuando baje de vuelta. Pero no sabe que no habrá tal vuelta.

Comienza a divisar la cumbre deseada. Su crampones son viejos y están estropeados, su bastón doblado y no lleva el indispensable piolet, pero necesita llegar. Llegar a esa cima para el significa alcanzar una meta, para imponerse otra. Quiere aclarar sus ideas probándose a sí mismo, como si la cima fuera ella, su futuro, su vida.

El viento arrecia, sus piernas están cansadas, su espíritu no. Solo le falta ascender por otro nevero y habrá llegado. En la cima ve visiones febriles, su corazón se acelera. Clava las manos en el hielo, los guantes comienzan a empaparse por dentro, sus botas resbalan, a un crampón le faltan dientes y no se clava bien. Ya casi lo tiene, casi alcanza su meta ¿y si la cabra era el mismísimo satanás, listo para recibirte en el infierno? Tras este extraño pensamiento su mano se lleva tras de sí un trozo de hielo que vuela en el aire golpeándole la rodilla, en su pierna de apoyo, su cuerpo cae, cae y cae sin posibilidad de frenar su descenso endiablado y terrorífico. Malherido levanta la cabeza, al fondo unos cuernos desaparecen en la nieve, un objeto rojo como fuego reluce en la blancura, es un piolet, el de ella. El mismo piolet que usó para marcar sus nombres en la mesa de madera.

jueves, 14 de marzo de 2013

IMPOSIBLE



Resoplando, tratando de coger aire sonreía mientras ella se acurrucaba en su regazo. Él no la rehuyó y alargó su brazo para abrazarla con éste. Este simple gesto haría que la chica lo recordara muy bien siempre, no solo porque hubiera sido un buen polvo. Él quería limpiarse, quitarse aquel plástico horrible que debes de ponerte para no pillar vete tú a saber qué. Pero así era él, condescendiente, no corría tras ellas pero sí las cuidaba y mimaba hasta que se marchaban. Aunque fueran amores de una noche, así lo prefería él, las trataba como a su primer amor. Así creía que debía de ser. Había perdido la cuenta pero no sus nombres, ninguno; lo que sí había perdido era peso y ganado transaminasas. Su corazón era una coraza de acero pero quería a todo el mundo cercano en su vida, pero sin inmiscuirse demasiado en los problemas de los demás. Hasta que la conoció, hasta que descubrió a su amor platónico.  Era una estudiante de español, fría como su país natal, de duras palabras y comentarios incisivos. De ojos enormes y boca de fresa. El sol apenas había lamido su piel blanca como la nieve, que adornaba con cuero y medias negras como su largo y lacio cabello moreno. Era un amor platónico, un amor imposible pues entre ellos se erigía un muro invisible pero latente. No solo la diferencia de edad, sino las circunstancias que la habían empujado a viajar a España, sus maletas abstractas cargadas de problemas que pesaban como montañas, anidados en su mente y deformando su vida en detrimento de ella. Pero cada día él anhelaba ir a darle clases, hablar con ella, mirar sus ojos que eran un lago estigio, oler su perfume penetrante imposible de olvidar. Cada día soñaba con estar con ella, y cada noche la buscaba entre jadeos de mujeres bellas pero que no eran la joven estudiante. En el alcohol tampoco hallaba los besos con los que tan solo se atrevía a imaginar, abrazada a él, callada como siempre, pero intensamente mirándolo, como en clase.

Ella lo amaba, a su manera; él también, casi ciegamente. Pero era imposible. Ella era un iceberg, lo último que verías mientras te hundes en el mar tras chocar con su dureza helada. No era cercana pero atrayente, no era cariñosa pero incitaba a serlo con ella, no era ardiente pero simulaba serlo. No era virgen, pero tampoco pidió dejar de serlo. Un secreto contado al final de clase, estando los dos solos, quizás sabiendo que su profesor se estaba enamorando de ella. Era joven pero jodidamente lista. Inteligente, culta; lo tenía todo pero no tenía nada. El profesor estaba totalmente superado por la situación. Solo podía amarla en secreto, en la distancia, en lo platónico, en lo imposible. Porque era imposible. Una tarde, lluviosa, fría, de viento violento y cortante, típico del país de origen de la chica misteriosa, ésta no se presentó. No solía faltar a clase y el profesor sintió una punzada en el pecho; estaba seguro de que ya no la vería más. Así fue.

Le dolía su ausencia, su marcha sin decir nada, sin un adiós. En la noche creía verla, una melena azabache cruzando la calle, una sonrisa al fondo de un bar oscuro de música melodiosa y pesada, tras el tubo de cristal de su White Label con agua.

Abrazado a las caderas de una rubia fogosa pero con un tono de voz molesta, soñaba despierto con la estudiante de español. Soñaba con su olor, y tenerlo prendido en el cuerpo como ahora tenía el sudor y algo más de aquella rubia de curvas propias de chica playboy.

Sonrío y abrazó a aquella mujer exhausta por el esfuerzo. Le acarició el pecho y luego aquel manjar que guardaba entre los muslos, suavemente, tomándose su tiempo. Carpe diem, se decía a si mismo <Carpe diem>

Pero al amanecer, su cuerpo desnudo frente a la ventana y su alma que desnudó tan pocas veces, soñaban con el amor platónico, con el amor imposible. Con el misterio de sus ojos.

jueves, 7 de marzo de 2013

MUJERCITA



Al calor de la chimenea de piedra leía absorta por enésima vez “Mujercitas”, su libro favorito. Lo leía cada vez que se sentía triste. No le gustaba sentirse así pero sí leer aquella novela que se conocía de memoria. Con los pantalones metidos por dentro de los calcetines, atrapando todo el calor de su cuerpo, sin dejar ni un solo poro de su piel a la intemperie. Como su corazón, bien refugiado dentro de su pecho.

Bebía té natural, hecho por ella misma. Su cara estaba roja por el calor del fuego. Su cuerpo estaba caliente pero no su alma. Estaba acostumbrada a las decepciones pero esta vez fue demasiada amarga. Ella siempre era tan sincera que hasta podría caer mal, pero prefería hacer pocos amigos, pero buenos, que muchos de relleno. Su actitud ante la vida siempre había sido igual, di lo que piensas, no te calles nada. Pero tanta sinceridad le pasó factura.

El libro estaba desgastado y con las hojas amarillentas por el tiempo, antes, esa novela de Louisa May Alcott, había pertenecido a su madre.

Quería olvidarlo, olvidar otra historia más con final triste, con el final del adiós. Quizás ella pedía demasiado, pero su confianza era difícil de ganar. Ella era siempre sincera pero el resto del mundo no. Por eso cuando vio los ojos marrones adornados con los hoyuelos de su sonrisa que tanto le gustaba, no lo creyó.  No creía en sus palabras por bonitas que fueran, no creía en que fuera tan sincero él también. Simplemente no podía ser cierto.

Dejó el libro con la vista cansada y se acicaló el pelo, dos largas trenzas morenas adornaban la pesadumbre que dibujaba su cara. Un rostro apareció en la ventana, bajo la lluvia, empapado. Su mano húmeda tocó el cristal pero su llamada no encontró un receptor. Ella seguía jugando con sus largas trenzas, pasando hojas de su novela favorita e ignorando por completo aquellas llamadas bajo la tormenta. Se recostó en el sofá contenta con el aspecto de su pelo, miró por última vez el rostro en la ventana y se giró, siguió leyendo plácidamente aunque sin entender nada. Juntaba letras pero no leía, solo miraba frase tras frase, su cabeza estaba afuera, con él. Pero no abriría la puerta, ni la de su casa ni la de su corazón. Quizás se equivocaba con él, quizás decía la verdad, quizás la amaba realmente, quizás hubiera sido feliz, pero nunca corría riesgos, nunca le harían daño. Volvió a pasar otra página del libro tan tiernamente heredado. Ella quiere ser como Jo, pero estaba cerrando las puertas al destino, no escribía ya, solo leía, y soñaba despierta contantemente. Las letras se juntaban demasiado, se apretó los ojos cerrando los párpados con fuerza, pero seguían borrosas. Le pareció leer la palabra ABRE en grande y mayúscula. Cerró el libro y se cubrió hasta la cabeza con la manta, el libro cayó al suelo, cerca de las ascuas, abierto justo en el último capítulo.