Lenta pero intensamente, como ella sólo sabía hacerlo. Lo
miraba de reojo para ver su cara de placer, su boca entreabierta y sus ojos
cerrados, extasiado. Verlo como
disfrutaba a ella la excitaba más aún, y aceleraba el ritmo frenético de su
lengua y su boca.
Sentía la rigidez del
miembro de su amante y deseaba subirse encima cuanto antes. Pero él se la trajo hacia si por los brazos y
como si fuera la última vez la besó. Sus lenguas jugaban mientras sus manos
buscaban el sexo del otro. Ella estaba húmeda, hacía demasiado tiempo que no
estaba tan excitada. Sin saber por qué se puso a recordar cómo lo conoció y
ahora le parecía mentira aquella aventura. Sonrío para su alma, desconocía la
meta, el final de aquella locura, pero el presente era tan agradable que no
pensaba en otra cosa nada más que cuándo sería la próxima vez.
Él paró de besarla, la tumbó en la cama, eso a ella la sorprendió
pero su espalda se arqueo de puro placer
cuando él se puso a jugar con sus muslos, mordiéndolos y bajando hasta su mismo
clítoris, el cual besaba despacio y muy suave, casi demasiado despacio, pues
ella estaba demasiado caliente. Todo cambió cuando él aceleró su lengua e
introdujo un dedo en su mojada vagina. Ella no pudo contener el torrente, sus
muslos temblaron, su deseo era tan grande que no pudo aguantar el orgasmo.
Después él se introdujo dentro de ella, despacio, dando tiempo a que ella
bajase de ese cielo efímero al que subimos cuando llegamos al éxtasis final. Sus caderas pedían más. Y así se lo hizo
saber, sin hablar, con el cuerpo, el más rápido y comprensible de los
idiomas.
Ella arañaba su espalda y
mordía sus hombros, él aviso de que se desbordaba, ella saboreó su segundo
orgasmo y justo a tiempo desbocó un río blanco que surcó sus pechos erectos. Abrazados siguieron besándose embriagados, colocados de
puro placer. A ella le encataba ver su ropa tan cara tirada por el suelo, cerca de las botas viejas de él.
Siguieron toda la tarde, ella devoraba su miembro cada vez
que tenía ocasión, él pensaba sorprendido que jamás le habían hecho nada tan
bien. Era una mamada jodidamente perfecta.
Marcados por el deseo mutuo continuaron los días, pero a
escondidas, lejos de ojos curiosos que los pudieran relacionar. Ella estaba en
otra esfera social y él portaba tantas cicatrices internas que le aterrorizaba
internarse más en aquel bosque de ortigas y yedra venenosa. Planetas cercanos pero en otra galaxia.
El adiós vino
pronto, quizás antes de lo que él esperaba.
Quizás no lo esperaba.
Pero el dolor se
quedó recordando el contacto de la piel, y las charlas frente a la playa.
Y sí, aquellas mamadas perfectas también.