martes, 6 de octubre de 2015

Relatos Eróticos I



Lenta pero intensamente, como ella sólo sabía hacerlo. Lo miraba de reojo para ver su cara de placer, su boca entreabierta y sus ojos cerrados, extasiado.  Verlo como disfrutaba a ella la excitaba más aún, y aceleraba el ritmo frenético de su lengua y su boca.   
Sentía la rigidez del miembro de su amante y deseaba subirse encima cuanto antes.  Pero él se la trajo hacia si por los brazos y como si fuera la última vez la besó. Sus lenguas jugaban mientras sus manos buscaban el sexo del otro. Ella estaba húmeda, hacía demasiado tiempo que no estaba tan excitada. Sin saber por qué se puso a recordar cómo lo conoció y ahora le parecía mentira aquella aventura. Sonrío para su alma, desconocía la meta, el final de aquella locura, pero el presente era tan agradable que no pensaba en otra cosa nada más que cuándo sería la próxima vez.
Él paró de besarla, la tumbó en la cama, eso a ella la sorprendió  pero su espalda se arqueo de puro placer cuando él se puso a jugar con sus muslos, mordiéndolos y bajando hasta su mismo clítoris, el cual besaba despacio y muy suave, casi demasiado despacio, pues ella estaba demasiado caliente. Todo cambió cuando él aceleró su lengua e introdujo un dedo en su mojada vagina. Ella no pudo contener el torrente, sus muslos temblaron, su deseo era tan grande que no pudo aguantar el orgasmo. Después él se introdujo dentro de ella, despacio, dando tiempo a que ella bajase de ese cielo efímero al que subimos cuando llegamos al éxtasis final.  Sus caderas pedían más. Y así se lo hizo saber, sin hablar, con el cuerpo, el más rápido y comprensible de los idiomas.  
 Ella arañaba su espalda y mordía sus hombros, él aviso de que se desbordaba, ella saboreó su segundo orgasmo y justo a tiempo desbocó un río blanco que surcó sus pechos erectos. Abrazados  siguieron besándose embriagados, colocados de puro placer. A ella le encataba ver su ropa tan cara tirada por el suelo, cerca de las botas viejas de él.
Siguieron toda la tarde, ella devoraba su miembro cada vez que tenía ocasión, él pensaba sorprendido que jamás le habían hecho nada tan bien. Era una mamada jodidamente perfecta.
Marcados por el deseo mutuo continuaron los días, pero a escondidas, lejos de ojos curiosos que los pudieran relacionar. Ella estaba en otra esfera social y él portaba tantas cicatrices internas que le aterrorizaba internarse más en aquel bosque de ortigas y yedra venenosa. Planetas cercanos pero en otra galaxia.
El adiós vino pronto, quizás antes de lo que él esperaba.
Quizás no lo esperaba.
 Pero el dolor se quedó recordando el contacto de la piel, y las charlas frente a la playa.
Y sí, aquellas mamadas perfectas también.