Marie Francia, ese es el nombre de mi madre. Un nombre
francés de difícil pronunciación y que nadie, a pesar de haber vivido en los
tiempos en los que en el colegio se estudiaba francés (pensando que sería el
idioma del futuro), nombraba bien. Por eso, en mi pueblo a mi madre la llamaban
Marifran, o Marifron, incluso algún despistado la rebautizaba como MariFlor. Recuerdo
aún cartas del banco con el nombre de María Francisca, mi madre las abría con
resignación, la misma resignación con la que aceptó, a sus apenas ocho años,
que su padre eligiera finalmente Tahal, un, cada vez más pequeño, pueblo de la
sierra almeriense de los Filabres, para asentar sus vidas en deprimento de Francia,
que era el destinor originario.
Marie Francia nació en Orán cuando era colonia francesa,
cuando aún era próspera y desarrollada. Sus padres huyeron de la sinrazón de la
postguerra para comenzar una nueva vida en otro lugar, solo que escaparon de la
sartén para meterse en el cazo. La independencia de Orán por parte de los
árabes se cobró mucha sangre inocente, sangre derramada que pervive en la
memoria de mi madre en forma de pesadillas, que a pesar de los años y el tiempo
transcurrido, no cesan. Una pied-noir (pies negros) como llamaban a los
repatriados europeos de Argelia, hombres y mujeres sin patria pues se la habían
robado.
Mi madre pasó de vivir en una ciudad cosmopolita, con
tendido eléctrico y trescientos mil habitantes, a un pueblo sin luz, donde
apenas vivían setecientas personas y el cuarto de baño estaba en el corral. Llanto
tras llanto y superando las burlas por su acento y la envidia por sus trajes y
muñecas, Marifran se adaptó a aquella vida rural y podría decirse que tuvo una
infancia feliz. Excelente estudiante, ayudaba en el bar de su padre, iba a recoger agua con
la burra jugando a estar en el salvaje oeste con sus amigas, escuchaban en “la
camarilla” los discos de moda, cantando canciones de Albert Hammond, los
Pekeniques, Los Bravos o Mari Trini.
Se marchó a estudiar a Almería, echándole una mano el cura
del pueblo, Joaquín, uno de esos curas que dejaban de lado la política y los
remilgos eclesiásticos para ayudar al prójimo a pesar de su militancia o no en
la iglesia. Convenció a mi abuelo, ateo y anticlerical, para que le pagara
aquellos estudios en la Compañía de María y tuviera una educación para un
futuro próspero, que era lo que le aguardaba. Se marchó a la residencia junto a
su prima Carmen, “la Kika” compartiendo habitación y lágrimas. Escuchando a
Victor Jara, Serrá o Jarcha fue descubriendo la política y amándola hasta
llegar a ser una de las primeras mujeres
concejales en la historia de la democracia almeriense. Si por bondad y ganas de
ayudar fuese, mi madre hubiera sido presidenta del gobierno, pero pronto se
introdujeron en los partidos democráticos los buscavidas, las alimañas
interesadas, los hipócritas que otrora arrancaran carteles políticos para luego
pasar a ser alcaldes. Esa era la nueva democracia, la primera desilusión de mi
bondadosa madre.
En su vida se cruzó otro Joaquín, mi padre. Hombre fuerte y apuesto
que se relajó a la sombra de mi madre, trabajando como una bestia y apoyando
siempre a su pareja que enamoraba a cualquiera con sus ideales. Y así, entre mitin
y mitin, puñaladas traperas de compañeros de partido, huidas a Olot y Albox
antes de afincarse en Almería, tuvieron dos hijos, mi hermana María del Carmen
y yo. Fui el mayor y conmigo llegaron las primeras alegrías y las primeras
discusiones. Crecí al amparo de mi abuelo que vivía con nosotros, echándole una
mano a mi madre trabajadora y a mi padre que tenía su oficio lejos de casa, en Macael. Marie Francia
ayudó a fundar la casa de acogida de mujeres maltradas, la primera en Andalucía
y la segunda de España, donde aún sigue trabajando y profiriendo un cariño
especial, sobre todo a los niños, como si fuese el primer día y no llevase más
de veinte años trabajando.
De pequeño en el pueblo a menudo me preguntaban la famosa
frase “¿Y tú de quién eres?”
contestando siempre: “De Marifran”. Ni mi hermana ni yo podíamos decir su
nombre correctamente pues nadie nos entendía. Marifran era suficiente
información para que cualquiera supiera quien era mi familia: la hija de Juan
Lola, su madre era Carmen la del bar que tan buena era y tan rico cocinaba. Alguno
hasta reconocía que le debía un favor a mi madre, y si no lo decía con palabras
su miraba bastaba.
De niño era travieso pero nada fuera de lo normal. Imaginación
no me faltaba ni amigos que me siguieran en mis chiquilladas, pero siempre
contaba la verdad una vez hecha la trastada. Daba sustos a mi hermana provocándole
un terror patológico y la imposibilidad de dormir sola a pesar de tener un
dormitorio para cada uno. Como castigo a mis bromas tenía que dormir cada noche
con mi hermana, acompañarla de noche al servicio, jamás bajó la basura sola y mi
dormitorio era como suyo, el cual solo usaba para estudiar y encerrarse cuando
se enfadaba conmigo, que era muy a menudo.
Mi madre soñaba con tener el hijo perfecto (como todas las
madres) y por un momento así lo creyó. Sacaba buenas notas, obediente, le caía
bien a todo el mundo, responsable. Pero la adolescencia a veces puede ser una
hija de la gran puta y romper todo de un puñetazo. Mientras mis amigos salían a
la calle cuando querían yo solo lo hacía los fines de semana, ellos jugaban al
fútbol en equipos de la provincia y yo moría en clases de mecanografía. Daba clases
de inglés mientras mi mejor amigo, por aquel entonces, enamoraba a las chicas
tocando la guitarra; me quedaba en casa los sábados por la noche mientras por
la ventana escuchaba la moto de mi compañero de clase salir bajo la luz de la
luna. Mi primer beso lo di tras escaparme de un castigo y jamás se lo pude
repetir. Y para colmo ingresé en un instituto que odiaba. Tres
años perdidos por la borda, sintiendo que no encontraba mi lugar, sin importarme
mi futuro, solo el presente, sin saber qué quería hacer con mi vida. Tres años
en los que solo saqué una cosa positiva, conocer a un gran amigo, Juanma. Lo demás
se lo llevó el viento como los versos que escribía entonces y que ya no se los mostraba
a mi madre, como los litros de cerveza en el parque y las promesas ebrias de
amigos para siempre, de chicas enamoradas y mi corazón ciego y egoísta. El hijo
de la Marifran llevaba ropas negras, pendientes y pelo largo, ya no era ese
niño perfecto que leía poesías y cartas a la familia; ya no sacaba buenas notas
ni quería ser escritor, pero seguía siendo sensible y quería arreglar el mundo. Pero ese mundo me había mordido, clavado sus dientes y
escupido en el fango de la mediocridad. Ya no me daba lecciones mi profesora de
EGB, aquella que predestinó mi futuro en el instituto, no; ahora eran ogros que
hablaban otro idioma, hombres y mujeres cansados de adolescentes que solo
miraban su ombligo. Yo no encontraba ni mi sitio ni una meta, y mientras
gastaba los días en la calle, lejos del rostro de mi madre que mostraba la
decepción maternal en cada palabra, en cada suspiro, en cada gesto.
Jamás me
drogué, no sé por qué, quizás por tener una educación abierta con mis padres de
esos temas y mostrarme sin tapujos lo que era y sus consecuencias, quizás por qué
nunca quise probar algo que no pudiera dominar, o quizás por el simple hecho de
vivirlo de cerca, con amigos del barrio, del instituto, gente conocida que se
tiró al precipicio.
No fumé ni me drogué pero esa otra droga que tan bien vista
está, el alcohol, sí. Mi primera borrachera fue en mi pueblo, para
eso están los pueblos también, a los dieciséis años; algo tardío comparado con alguno que a
esa edad se liaba los porros mejor que escribía (que eran muchos). Jamás di
lecciones ni lo haré, pero siempre hay un momento en el que uno se emborracha,
o se coloca, o pone su coche a trescientos o se tira en paracaídas. Es una
puerta de escape, peligrosa, sí, que no hay que abrir a menudo pero que el
cuerpo necesita para sentirnos vivos, aunque se me ocurren miles de formas
mejores.
Mi adolescencia fue dura, estúpida (como casi todas) y
extraña. Mi madre sufrió una depresión de la que yo me culpaba. Aún enferma trató de ayudarme, comprendió que mi
sitio no era aquel instituto pijo y deshumanizado, y dándome otra oportunidad
probé suerte volviendo al Azcona, mi querido Azcona. Un sentimiento de culpa me
obligó a buscar trabajos fuera del instituto, algo que mi padre no aprobaba. Seguía
sin tener claro mi futuro, qué quería ser, el destino me topó con un amigo de
conciertos, Kike, de eterna melena rizada y cante gutural. Cambie de pandilla,
más mayores, más peligrosos (así lo vería mi madre entonces). Las noches se alargaban
hasta el día y el alcohol fluía casi como la marihuana, en cantidades ingentes.
Pero descubrí música, descubrí un mundo nuevo en el cual yo quería participar,
una vía nueva para contar mis mensajes, mis historias; el mundo audiovisual.
Kike estudiaba en el Albaida el ciclo superior de
Realización de audiovisuales y espectáculos. Dejaba de salir con nosotros en la
época de exámenes pero seguía ensayando con el grupo, al cual me encantaba ver
tocar sintiendo un poco de envidia pues jamás tuve oído para la música. Llegué a
presenciar una grabación en su clase, un videoclip, yo hice mis pinitos con mi
Hi-8 y como una epifanía supe lo que quería hacer, quería ser reportero
gráfico. Compaginé mis estudios del ciclo con mi primer trabajo con contrato,
en el Burguer King; ni que decir tiene que mi madre temía que entre el trabajo
y mis salidas de conciertos jamás terminase nada, pero alcancé mi primera meta
llegando a estar nueve años trabajando para Canal Si, guardando grandes
recuerdos, viajando, aprendiendo y desilusionándome también, pero la vida es
así; como la relación con mi madre, nos entendemos con una simple mirada y
sobre nuestras abstractas espaldas podemos cargar lo que sea, aguantamos el
dolor y procuramos no pedir favores a nadie, ayudar en lo que podemos y cuidar
de nuestra familiar, pero no siempre estamos de acuerdo y nuestras discusiones
han sido frecuentes y algunas subidas de tono. No hay amor más grande que el de
una madre a un hijo, pero su amor es casi tan alto como sus expectativas, y el
dolor al mirarla es casi tan profundo como el temor a perderla.
Deambulo por las calles de mi pueblo, ya no me preguntan de
quién soy, ya lo saben; me preguntan por la tele, por mi madre, por mí. Me
gusta pasear por sus calles, ver a mis paisanos, oler las chimeneas en
invierno, sentir el frio de la sierra de los Filabres, sentarme en el banco que
hay en la fachada de la casa de Otilia e imaginarme como habría sido la infancia
y adolescencia de mi madre allí, en esa misma calle, cuando estaba el bar de mi
abuelo abierto y gente por todas partes; cuando los niños se juntaban por
barrios y las madres los llamaban a voces y no por el móvil. Cuando la persona
más buena del pueblo vivía, mi abuela. En mi madre reviven su arte culinario y
su bondad, sus enfados terribles y el cariño desmedido. A pasado ya una vida, hemos
sufrido y reído juntos, y a pesar de las discusiones, de existir un mundo entre
nosotros, me siento orgulloso de ser hijo de la Marifran.