lunes, 28 de octubre de 2013

LA GENERACIÓN ROMÁNTICA


En una ocasión, hablando con un amigo de mi misma edad, llegamos a la conclusión de que nuestra generación es una generación especial, hablo de la generación de cualquiera nacido entre 1977 y 1983. Todos y cada uno de los nacidos en esos años, yo por lo menos hablo del mio, 1981, somos unos freakies que no paramos de alucinar con los recuerdos de los años ochenta, con nuestra feliz infancia.  Nos quedamos en el primer beso incapaces de avanzar en un mundo que es mucho más peligroso y traicionero que el malo de los Inmortales. Pensamos, en nuestra eterna inocencia, que el amor sería como en Dirty Dancing o 16 velas, que nuestra chica bailaría como la de Flashdance (quizás por eso me enamoré de una bailarina) o queríamos que fuera tan dulce como Jennifer Conelly en “Dentro del laberinto”. Íbamos a la playa soñando con descubrir nuestra sirena, sentirnos como Tom Hanks en 1, 2, 3 Splash. En el fondo de nuestro corazón deseábamos que unos goblins robaran a nuestro hermano para ir a salvarlo del laberinto y conocer a David Bowie. Queríamos vivir mil aventuras interminables, espachurrar Gremlins, ir en bici voladoras, hablar con ET, viajar  a través del tiempo ya sea en un Delorean o en una cabina de teléfonos para aprobar historia. Eso sí, las aventuras siempre con nuestros amigos, ese grupo de amiguetes con gustos parecidos pero totalmente distintos y heterogéneos en cuanto a carácter y formas de vestir, hablar, ser y pensar (no como los niños de ahora, que son todo clones unos de otros, sin personalidad, tratando de NO ser distintos al resto de la sociedad), pandillas de chavales unidos como Los Goonies, realistas como los chicos de “Stand by me” (Quédate conmigo). No había móviles ni maldita la necesidad de ellos. Siempre había un punto de reunión y la palabra dada era tomada como un pacto de sangre. Claro que teníamos problemas, y peleas, pero nada que un par de morrillazos y luego unas “paces” no solucionara. No había terapias, ni psicólogos, ni le echaban la culpa a la televisión. Un profesor te castigaba y al enterarse tus padres te caía otro castigo, sin más ruido ni artificios ni discusiones, así aprendimos a respetar a nuestros mayores y que su palabra está por encima y tu tan solo eres un crio que tienes que aprender, aprender y disfrutar también de la infancia. El aroma de los lápices nuevos y la plastilina me convierten en un crío de diez años con parches de Spiderman (el de los cómics, no el de la peli) y mi balón de fútbol de Campeones.  

No nos estresábamos con miles de clases extras, tratando de ser alguien mayor de lo que éramos. En los recreativos te hacías fuerte, te robaban una vez pero no dos, desde allí mirabas a las chicas y soñabas con llevarlas en tu coche, un deportivo negro igual que el coche fantástico, por supuesto. Mirabas el cielo esperando ver algún platillo volante y por las noches temías las pesadillas de un tal Freddy Cruger, que en fondo te hacia reír el muy cabronazo. Por la mañana comprabas foskitos o el bollycao, esperando que te tocase Butragueño o Mazinger Z. Cambiabas cromos con los compañeros de clase o jugabas a las chapas, las canicas o los trompos y a veces, solo a veces, a la comba o al elástico con las niñas, y no pasaba nada. Porque eran los tiempos modernos, España estaba cambiando, pero no, no cambió tanto. Luego crecimos, y no nos identificábamos con nuestro padre, ni con nuestro abuelo. Nosotros éramos más sensibles, entre amigos hablamos de nuestras cosas íntimas y mostramos nuestros sentimientos sin vergüenza, entendemos mejor a las mujeres, bueno no, eso nunca. Pero en cierta manera sí, aunque actualmente no sepamos mantener una relación estable con ellas. Dicen que somos críos y puede ser cierto, pero porque hemos abierto los ojos y descubierto que el mundo tiene dientes, que no siempre hay finales felices, y que la vida puede ser muy injusta. Siempre nos dijeron que siendo buenos la vida nos trataría bien, que mentira más grande. Somos la generación eternamente enamorada, eternamente dolida, eternamente mejorando nuestros conocimientos, eternamente buscando nuestro futuro.        La gran mentira: estudia y todo irá bien, ¿bien? Tenemos que viajar al extranjero para trabajar de friegaplatos, aquí los sueldos cada vez más bajos, el trabajo más precario, los amigos más perdidos y ella desparecida entre fantasmas de algodón de azúcar. Todo es una mierda. Por eso no es de extrañar que viajemos en el tiempo rememorando películas, juguetes, personajes, libros e historias que nos recuerdan cuando fuimos realmente felices. Por eso las modas siempre vuelven, por eso ebay no para de vender frikadas, por eso somos unos putos niños que pierden los papeles cuando suena un tema de Top Gun o la música de Detective en Hollywood, por eso nos mola el cine más que el fútbol, por eso preferimos comprar una figura de Alien a unas cortinas para el baño o un reloj de marca. Por eso cuando amamos, lo hacemos de verdad, no por interés o porque “toca” echarse novia. Somos unos románticos empedernidos que buscamos nuestra Shelly, nuestra Sarah, nuestra Alex. Por eso nos aguantamos la lagrimilla cuando Starman revive a un ciervo que yace muerto en una furgoneta, por eso aunque tengamos padres cazadores casi ninguno de nosotros heredará la afición de matar animales deportivamente. Todos queremos ser el rebelde del club de los cinco aunque nos vemos reflejados en todos los demás. Somos una generación romántica pero somos la generación perdida, entre la generación de la guerra cuya única meta era sobrevivir (por lo que les guardo un profundo respeto, a todos) y la generación de la transición, de los hombres y mujeres libres de este país eternamente en crisis. Somos la generación a la que le partieron la nariz en un mundial, ahora los niños celebran los títulos de la selección pero no saben quién es Tassoti. Somos la generación de la esperanza, los que íbamos a cambiar el mundo pero el mundo nos ha pateado la cabeza. Despertamos en una realidad donde tu amigo de la infancia, influenciado por otras aves rapaces te pisa sin escrúpulos para ascender ese peldaño que le acercará a comprarse ese deportivo negro que tanto se parece al coche fantástico. Idealistas venidos a menos por cuatro euros, moneda que detestamos y amamos al mismo tiempo, nos colgamos la chaqueta del “esto es lo que hay” y tiramos para adelante olvidando al niño que quería cambiar su barrio, mejorar su pueblo. El niño que soñaba con un mundo mejor.

Todo se complica con la edad, eso tampoco nadie te lo dice. El amor está hecho para que sufras, eso jamás te lo explican. Hay un plan establecido para tu vida y cuando quieres escapar… ay, el rey de los goblins te ha atrapado y en este laberinto no está Hoggle para ayudarte. Solo hay indeseables que te harán el camino más difícil, amigos con doble cara y princesas de cartón. Jareth no va maquillado ni canta “Magic Dance” es un tipo insulso ataviado con un traje Armani y fuma cigarros electrónicos, se folla a su secretaria y se mete farlopa con su asesor, cobra un pastón en negro pero no tiene suficiente para seguir alimentando su ego, por lo que te tiene que seguir jodiendo. Sí, y tú sin un bastón mágico, sin el Delorean, ni Willy el tuerto, ni Starman ni la madre que lo parió. Con tu ordenador jamás podrás crearte una novia ni sacar dinero de un cajero. Jamás encontrarás un tesoro ni hablarás con extraterrestres, aunque si eres de mi edad y estás leyendo esto, quizás sí te sientas en ocasiones como un puñetero extraterrestre.

¡Un brindis por la generación romántica!

martes, 22 de octubre de 2013

ABATIDO



Los años reflejados en las arrugas de sus atractivos ajos azules, pequeños, penetrantes y vivarachos también mostraban hastío y desasosiego. Hartazgo de sí mismo y de sus continuos errores. Todos nos equivocamos pero en él comenzaba a ser sistemático y muy preocupante. Se había quedado sin nada, todo lo que había conseguido a lo largo de su vida se esfumó como el humo del último cigarro que juró fumar. Nada material, vivía en un cortijo heredado que se encontraba siempre en eternas reformas, nada personal, sin su mujer de toda la vida y con un hijo que se encontraba a doce mil kilómetros tratando de escapar de las discusiones con su padre. Si pudiera volver atrás en el tiempo…

Sentado en el tranco de la fachada de la casa de campo, manchado por el sudor y la tierra pegada a su ropa, miraba preocupado sus olivos, necesitaban ser labrados urgentemente, su perro estaba quizás en el último año de su vida y su coche, aparcado en el camino cerrado por una cadena oxidada, gritaba auxilio en forma de ruedas nuevas y una mano de pintura. Con la mano entre sus cabellos blancos pensaba en el dinero que costaba todo aquello y que por supuesto no tenía. La cosecha de almendra había sido ridícula, el viento y las heladas se llevaron el fruto siendo flores blancas,  lágrimas de niñas que se pierden en la brisa del otoño. El sol calentaba su rostro pero no su ánimo, la sierra ya no le llenaba, no era suficiente aquel aroma a romero, a olivo y esparto; ya no era suficiente el amanecer en la montaña, perpetua testigo de generaciones en aquellas lindes. La tranquilidad de una vida bucólica y el sonido de los pájaros reverberando en las paredes blancas de su pueblo ya no le agradaban, no había nada que llenara su vacío, nada. Ni siquiera su bodega parecía satisfacerle. Tras años de cosechas fructuosas y buenos caldos con los que agasajar a los amigos, bebía solo a la sombra del parral que custodiaba la entrada con la puerta desvencijada del cortijo, que entre sacos de cemento y ladrillos rotos, miraba impasible el final de una vida simple que se perdía como el vuelo de la alondra en el horizonte. Ya no había tiempo de reacción, no había oxígeno para que el fénix batiera sus alas y renaciera de sus cenizas, no había segunda vuelta ni prórroga. El azul se volverá gris, la primavera se alejará por el mismo camino donde asoma melancólico el otoño mirando de reojo al pétreo invierno.  Sus manos, cortadas por el frío, grandes y robustas, comenzaban a mostrar signos de vejez, temblores que antes no estaban se mostraban ahora como fantasmas de un futuro negro. Colgó la escopeta pues ya no cazaba, su puntería disminuía al paso de sus canas mientras aumentaban las dioptrías de sus gafas, objeto que jamás necesitó antes. Le llegaron a llamar el hombre más fuerte del mundo, una exageración pero sí era verdad que era el más fuerte de la zona, fuerte con los músculos pero no de espíritu. Su alma anhelaba echar el vuelo, desplegar las alas y volar con las perdices escapando de las trampas y los tiros pero él fue presa y atrapado por las fauces de un pointer, colgado en un porta caza y lo estaban desplumando para hacerlo a la cazuela. Una tos repentina le despertó de sus ensimismamientos, un esputo de sangre tiñó la tierra bajo sus botas. Se echó mano a la boca y maldijo a un dios que había abandonado aquellos bancales inertes. Agarró la azada y la estampó contra la valla aún sin terminar de arreglar. Los conejos allí enjaulados salieron despavoridos por el agujero que se abrió en la tela metálica. Ya nada importaba, tan solo una idea que le llenó el corazón: su hijo. Sacaría un billete y se presentaría por sorpresa. Jamás voló antes, jamás viajó solo, jamás tuvo un arrebato y jamás llevó a cabo una idea repentina. Pero su tiempo expiraba y algo dentro de él estaba cambiando. “Nunca es tarde si la dicha es buena” se dijo para sus adentros y con la fuerza del que no tiene nada que perder comenzó a organizar su aventura personal, soñando con las nubes, las corrientes y el cielo que lo llevarían hasta su progenie, imaginando la escena en su cabeza, escogiendo las palabras de bienvenida y sopesando las trabas del recorrido. ¿Qué más daba su viejo coche, qué importaban sus olivos egoístas, qué prisa había en terminar aquellas obras siempre incompletas? Aquella mancha carmín en el suelo lanzada con estrépito por sus pulmones le abofeteó abriéndole los ojos y barriendo lo mundano para que claree solamente lo valioso.

El tiempo es lo único que no podía recuperar, en el poco que le quedaba, iba a construir el puente para salvar las consecuencias de sus errores. 
Un ciervo macho, de gran cornamenta lo miraba desde el cerro que marcaba con su sombra el perímetro del cortijo, en otros días lo hubiera abatido, disparado con precisión, matado en el acto y colgado en la chimenea como trofeo, pero ahora el abatido era él mismo y solo tenía una vía de escape. Marcharía contra el viento para evitar los cazadores, sabía dónde, infames, esperaban las trampas, no había opción de errar. Esta vez no lo abatirían.