En una ocasión, hablando con un amigo de mi misma edad,
llegamos a la conclusión de que nuestra generación es una generación especial,
hablo de la generación de cualquiera nacido entre 1977 y 1983. Todos y cada uno
de los nacidos en esos años, yo por lo menos hablo del mio, 1981, somos unos
freakies que no paramos de alucinar con los recuerdos de los años ochenta, con
nuestra feliz infancia. Nos quedamos en
el primer beso incapaces de avanzar en un mundo que es mucho más peligroso y
traicionero que el malo de los Inmortales. Pensamos, en nuestra eterna inocencia,
que el amor sería como en Dirty Dancing o 16 velas, que nuestra chica bailaría
como la de Flashdance (quizás por eso me enamoré de una bailarina) o queríamos que
fuera tan dulce como Jennifer Conelly en “Dentro del laberinto”. Íbamos a la
playa soñando con descubrir nuestra sirena, sentirnos como Tom Hanks en 1, 2, 3
Splash. En el fondo de nuestro corazón deseábamos que unos goblins robaran a
nuestro hermano para ir a salvarlo del laberinto y conocer a David Bowie. Queríamos
vivir mil aventuras interminables, espachurrar Gremlins, ir en bici voladoras,
hablar con ET, viajar a través del
tiempo ya sea en un Delorean o en una cabina de teléfonos para aprobar
historia. Eso sí, las aventuras siempre con nuestros amigos, ese grupo de
amiguetes con gustos parecidos pero totalmente distintos y heterogéneos en cuanto
a carácter y formas de vestir, hablar, ser y pensar (no como los niños de
ahora, que son todo clones unos de otros, sin personalidad, tratando de NO ser
distintos al resto de la sociedad), pandillas de chavales unidos como Los
Goonies, realistas como los chicos de “Stand by me” (Quédate conmigo). No había
móviles ni maldita la necesidad de ellos. Siempre había un punto de reunión y
la palabra dada era tomada como un pacto de sangre. Claro que teníamos
problemas, y peleas, pero nada que un par de morrillazos y luego unas “paces”
no solucionara. No había terapias, ni psicólogos, ni le echaban la culpa a la
televisión. Un profesor te castigaba y al enterarse tus padres te caía otro
castigo, sin más ruido ni artificios ni discusiones, así aprendimos a respetar
a nuestros mayores y que su palabra está por encima y tu tan solo eres un crio
que tienes que aprender, aprender y disfrutar también de la infancia. El aroma
de los lápices nuevos y la plastilina me convierten en un crío de diez años con
parches de Spiderman (el de los cómics, no el de la peli) y mi balón de fútbol
de Campeones.
No nos estresábamos con miles de clases extras, tratando de
ser alguien mayor de lo que éramos. En los recreativos te hacías fuerte, te
robaban una vez pero no dos, desde allí mirabas a las chicas y soñabas con
llevarlas en tu coche, un deportivo negro igual que el coche fantástico, por supuesto.
Mirabas el cielo esperando ver algún platillo volante y por las noches temías
las pesadillas de un tal Freddy Cruger, que en fondo te hacia reír el muy
cabronazo. Por la mañana comprabas foskitos o el bollycao, esperando que te
tocase Butragueño o Mazinger Z. Cambiabas cromos con los compañeros de clase o
jugabas a las chapas, las canicas o los trompos y a veces, solo a veces, a la
comba o al elástico con las niñas, y no pasaba nada. Porque eran los tiempos modernos,
España estaba cambiando, pero no, no cambió tanto. Luego crecimos, y no nos identificábamos
con nuestro padre, ni con nuestro abuelo. Nosotros éramos más sensibles, entre
amigos hablamos de nuestras cosas íntimas y mostramos nuestros sentimientos sin
vergüenza, entendemos mejor a las mujeres, bueno no, eso nunca. Pero en cierta
manera sí, aunque actualmente no sepamos mantener una relación estable con
ellas. Dicen que somos críos y puede ser cierto, pero porque hemos abierto los
ojos y descubierto que el mundo tiene dientes, que no siempre hay finales
felices, y que la vida puede ser muy injusta. Siempre nos dijeron que siendo
buenos la vida nos trataría bien, que mentira más grande. Somos la generación
eternamente enamorada, eternamente dolida, eternamente mejorando nuestros conocimientos,
eternamente buscando nuestro futuro. La gran mentira: estudia y todo irá
bien, ¿bien? Tenemos que viajar al extranjero para trabajar de friegaplatos, aquí
los sueldos cada vez más bajos, el trabajo más precario, los amigos más
perdidos y ella desparecida entre fantasmas de algodón de azúcar. Todo es una
mierda. Por eso no es de extrañar que viajemos en el tiempo rememorando
películas, juguetes, personajes, libros e historias que nos recuerdan cuando
fuimos realmente felices. Por eso las modas siempre vuelven, por eso ebay no
para de vender frikadas, por eso somos unos putos niños que pierden los papeles
cuando suena un tema de Top Gun o la música de Detective en Hollywood, por eso nos
mola el cine más que el fútbol, por eso preferimos comprar una figura de Alien
a unas cortinas para el baño o un reloj de marca. Por eso cuando amamos, lo
hacemos de verdad, no por interés o porque “toca” echarse novia. Somos unos
románticos empedernidos que buscamos nuestra Shelly, nuestra Sarah, nuestra
Alex. Por eso nos aguantamos la lagrimilla cuando Starman revive a un ciervo que
yace muerto en una furgoneta, por eso aunque tengamos padres cazadores casi ninguno
de nosotros heredará la afición de matar animales deportivamente. Todos queremos
ser el rebelde del club de los cinco aunque nos vemos reflejados en todos los
demás. Somos una generación romántica pero somos la generación perdida, entre
la generación de la guerra cuya única meta era sobrevivir (por lo que les
guardo un profundo respeto, a todos) y la generación de la transición, de los
hombres y mujeres libres de este país eternamente en crisis. Somos la generación
a la que le partieron la nariz en un mundial, ahora los niños celebran los
títulos de la selección pero no saben quién es Tassoti. Somos la generación de
la esperanza, los que íbamos a cambiar el mundo pero el mundo nos ha pateado la
cabeza. Despertamos en una realidad donde tu amigo de la infancia, influenciado
por otras aves rapaces te pisa sin escrúpulos para ascender ese peldaño que le
acercará a comprarse ese deportivo negro que tanto se parece al coche fantástico.
Idealistas venidos a menos por cuatro euros, moneda que detestamos y amamos al
mismo tiempo, nos colgamos la chaqueta del “esto es lo que hay” y tiramos para adelante
olvidando al niño que quería cambiar su barrio, mejorar su pueblo. El niño que
soñaba con un mundo mejor.
Todo se complica con la edad, eso tampoco nadie te lo dice. El
amor está hecho para que sufras, eso jamás te lo explican. Hay un plan
establecido para tu vida y cuando quieres escapar… ay, el rey de los goblins te
ha atrapado y en este laberinto no está Hoggle para ayudarte. Solo hay
indeseables que te harán el camino más difícil, amigos con doble cara y
princesas de cartón. Jareth no va maquillado ni canta “Magic Dance” es un tipo
insulso ataviado con un traje Armani y fuma cigarros electrónicos, se folla a
su secretaria y se mete farlopa con su asesor, cobra un pastón en negro pero no
tiene suficiente para seguir alimentando su ego, por lo que te tiene que seguir
jodiendo. Sí, y tú sin un bastón mágico, sin el Delorean, ni Willy el tuerto,
ni Starman ni la madre que lo parió. Con tu ordenador jamás podrás crearte una
novia ni sacar dinero de un cajero. Jamás encontrarás un tesoro ni hablarás con
extraterrestres, aunque si eres de mi edad y estás leyendo esto, quizás sí te
sientas en ocasiones como un puñetero extraterrestre.
¡Un brindis por la generación romántica!