Cerró el libro de Le Carré y miró por la ventana, hacía un
buen día para salir. El sol siempre te anima a caminar, a cruzarte con la
gente, a respirar en compañía. Sentado
ahora en la cafetería, en la terraza, observaba a los protagonistas de aquel
momento, desconocidos que caminaban y bebían.
Por qué nos empeñamos en jodernos tanto la vida, atrapados
por el ritmo del capitalismo y las deudas, del egoísmo y la
competitividad. Suena Bob Dylan a través
de sus auriculares enchufados al móvil, el mejor uso que tenía ese aparato,
pensaba él. Una especie de walkman que sirve además (por desgracia) para estar
localizable siempre. Dylan cantaba Forever Young, y como un Rubén Darío
rockero cantaba al paso de la edad. El
observador bebe su café recordando que estuvo en la cima, que fue alguien
alguna vez, que ella estuvo a su lado aferrada a su fuerte brazo borracha de
amor y felicidad. Que hubo una época feliz, en la que la vida era de color de
rosa y no hacía falta licor para regar las noches de risas y los días de
alegría. La caída siempre es dura y puede que se haga eterna, pero con ella a
su lado flotaba; ahora su recuerdo era
una roca que aceleraba su caída al fondo del precipicio. Por qué somos tan
destructivos, por qué buscamos
imposibles cuando estamos bien, por qué nos complicamos cuando estamos cómodos...
El sol de la mañana calienta el cuerpo y el ánimo,
transformando los monstruos asesinos de la noche en quimeras de humo que flotan
lejanas con la niebla. Si anochece, su recuerdo se vuelve áspero, corpóreo,
real, cruel. Y en la noche escapa a no sé sabe donde, a un bar, a un concierto,
a un refugio en la urbe, a la basura, al fin del mundo.