viernes, 5 de septiembre de 2014

JODIDAS MARIPOSAS



Ella le rozó la mano, él sonrío mirándola intensamente, ilusionado. Ella sintió esa sensación que te eleva y crees estar en el mejor momento de tu vida. Sus bocas hablaron sin pronunciar palabra alguna y sus cuerpos se entregaron al mejor placer que pueda haber en esta vida.
Los días siguieron y las noches, sin querer descolgar el teléfono, también. Citas y planes de futuro, un amor que va creciendo como la felicidad. Él se mira en el espejo y no puede quitarse esa sonrisita de tonto, pero le gusta, está en una nube; como ella, que enciende velas y pone música intensa, ropa interior nueva y se entrega por completo al deleite de los sentidos.
La nube va bajando poco a poco pero inexorable, él ya no tiene esa sonrisita y ella ya no se compra ese tipo de ropa interior. Las noches son más cortas y los días interminables.  Ella no es la más bella del mundo y él ni siquiera interesante. Algo muere dentro de ellos y al entierro no asistirá nadie. El velatorio es demasiado largo y hay trayectos que es mejor  hacerlos solo. Ella ya no le rozará más la mano y él jamás la mirará igual. Como la muerte, todo tiene un final, hasta la película más perfecta debe finalizar. Hay milagros auténticos, parejas que perecen enamoradas a pesar de los años, pero la mayoría permanecen, solo permanecen. Y en el instante de las jodidas mariposas nadie te lo dice, tampoco escucharías, pero qué sería de la vida sin ese mágico momento.
La nostalgia es la que más te hace viajar, es la verdadera máquina del tiempo a la que se refería realmente Wells.  Y en esas instantáneas de recuerdo siempre se vienen a asomar ellas, las jodidas mariposas. Te sientes viejo y vuelves a notar esa parte de ti que murió pero que resucita para atormentarte como el fantasma del pasado.
¿Cuál es el camino correcto? ¿Qué tren coger, cuál no? Da igual lo que te preguntes, no importa lo que hagas, al final te equivocarás, o eso te dirás a ti mismo, una y otra vez cuando tu cielo perfecto se torne gris. El ataúd se abre para todos y una vez allí las preguntas se apagan para siempre. Lo duro no es la muerte, es la vida, es vivirla. Pero no hay nada peor que no vivirla. 

Ella esta curada, su compañero de trabajo se ha destapado como un príncipe azul, él ha encontrado otra mujer a la que regalar sus besos y mirarla intensamente. Nadie sabe lo que durará, pero si de nuevo se abre su ataúd, deberán volver a echar tierra encima y renacer como el ave Fenix, y tener otra historia más a la que acudir en esos momentos de nostalgia. Jodidas mariposas…

EN LA GUADAÑA DE TUS PESTAÑAS




En la guadaña de tus pestañas quise yo hallar la muerte,
huir así del hastío al que “la normalidad” nos somete
ahogando las inocentes mentes en los fútil y mundano,
de la corriente monótona que arrastra troncos inertes
que al llegar al mar, se dan cuenta, que dejaron el bosque a un lado.

En la guadaña de tus pestañas quise hallar la muerte,
silenciosa, astuta; delgada y viperina cual serpiente.
Besos que no han aprendido, cuerpo pálido en tensión
siempre constante, piel erizada como niña asustada;
ojos abiertos, mente despierta; mis palabras tu atención
ganan, bailando en la desesperación de tu sueño inerte
mientras te alejo de mí, sí, como una copa envenenada.

miércoles, 9 de julio de 2014

DE GRANDE A GRANDE



Murió el más grande de los grandes. Sí, hablo de Don Alfredo Di Estéfano, no voy a hablar de fútbol, no. De lo que voy a hablar es de la vida misma y de como un suceso, en apariencia lejano a mi vida cotidiana, me inunda de recuerdos sobre mi infancia y me transporta a ese mágico momento en el que tu abuelo te explicaba una de sus pasiones.
Se le llenaba la boca cuando hablaba de la “saeta rubia”, no le maravillaba el fútbol hasta que lo vio jugar a él. Mi abuelo nunca fue un fanático, ni siquiera un seguidor que viaja a ver algún partido de su equipo, apenas pudo jugar al balón pues desde su más tierna niñez le obligaron a trabajar, además de sufrir una terrible postguerra y las consecuencias de tener un padre de izquierdas. Pero sabía de fútbol, él me regaló mis primeras lecciones y me enseñó  historia balompédica.
Mi abuelo, como ya he contado en otras ocasiones, se marchó a trabajar a Orán, siendo provincia de Francia, y allí vio un amistoso del Real Madrid. En ese momento, cuando Di Estefano corría por el campo, “dando la sensación de que el Madrid jugara con 14 jugadores”, la pasión por el fútbol aumentó sobremanera en las venas de mi querido abuelo. “Aquel jugador tenía magia, fuerza, era el mejor de los mejores”, decía.
Mi abuelo era una enciclopedia futbolística, sobretodo del Real Madrid. No soportaba cuando decían que era el equipo de Franco, semejante tontería no la soportaba interpelando y exigiendo no mezclar las churras con las merinas. Vió todas las finales de la Copa de Europa, pero la que mejor recuerdo tiene es contra el Estade Reims, trabajando en un restaurante en Orán y celebrando los goles ante las miradas frías de los franceses.
Casi todo lo que sé de fútbol me lo enseñó él, a practicarlo mejor mi padre, que jugó en el mármol Macael de interior derecho, a lo Míchel, otro ídolo de la infancia mío, y de mi padre también. Pero en cuanto a alineaciones, historia, jugadores, noticias, copas y recopas se refiere, el sabio era mi abuelo. No soportaba que perdiera su equipo y cuando lo hacía siempre recordaba la racha de victorias en liga del equipo de Alfredo Di Estefano. O alguna jugada de ensueño, una remontada imposible, la épica que comenzó a hacer grande al Real Madrid.
Siempre que veo un partido importante de los merengues me acuerdo de él renegando por alguna pérdida de balón, o dándome dinero para comprar la revista futbolera de turno o cromos de la liga. Los mundiales le encantaban. Qué pena que no pudiera ver las dos Eurocopas y el mundial de “la roja”, expresión que le gustaba.
Mi abuelo vivió las nueve copas de Europa, por eso la décima se la dediqué en silencio, brindando mi cerveza al cielo cuando salí a la terraza y el árbitro pitó el final del partido con la pena de los atléticos y el deseo de que ojalá la ganen pronto. También me angustia que no viera el ascenso de la U.D. Almería y a su nieto trabajar en el campo grabando una de las mejores noticias que han ocurrido en nuestra ciudad. En la primera visita del Real Madrid al estadio de los Juegos Mediterráneos me llevé, como no podía ser de otra manera, a mi padre, pero incluso él se acordó de mi abuelo, siendo su suegro y no su padre, porque de la historia de aquella camiseta blanca que saltaba a “nuestro” césped nadie en mi casa sabía más que Juan Lola. Por cierto, celebré cada gol del Almería que ganó 2-0 jugando de maravilla. Mi padre sufrió algo más pues era la primera vez que veía al Madrid, y encima se lesionó Van Nistelrooy. Pero sobretodo me acordé de ellos cuando estuve en el partido del Bernabéu. La casa blanca, donde me hubiera encantado ver un partido de Champions con mi padre y mi sabio abuelo, al que también le gustaba como jugaba Amavisca, jugador con el que pude conversar en el decanso.
Cada gol blanco, cada cromo que guardo en mi caja vieja o en los álbumes refugiados en mi pueblo, cada camiseta del Madrid que descansa en mi armario, me recuerdan a su sapiencia futbolística. Se acordaba siempre de la fechas y horas de los partidos, en aquella época romántica de los domingos de radio y locuras de goles, tardes de partidos y resultados a la par, no como ahora que debido a los cambios de calendario obligados por el monstruo de la televisión de pago, la federación inútil de fútbol, y los gobiernos egoístas, hay fútbol los lunes, los viernes, sábados y domingos, algunos con horarios imposibles de seguir, en un amalgama de fechas y horas tan absurdo que he perdido casi el interés en seguir la liga española.
El 7 de Julio de 2014 nos dejaba una leyenda del fútbol, el mejor de los mejores, aquel que revolucionó el balompié, el jugador del que más hablaba mi abuelo. Con su muerte se encendieron la ascuas del recuerdo de las tardes de fútbol, cuando jugaba la quinta del Buitre,  cuando sufríamos con la selección, indignados y furiosos ante el codazo de Tassotti, ilusionados con un jugador que se convertiría en el mejor 7 del Madrid (con permiso de Juanito y Butragueño) llamado Raúl, alucinando con la séptima, con el pase de tacón de Redondo ante el Manchester, el 5-0 al Barça con un Laudrup de blanco que destilaba magia con cada pase, con Fernando Hierro todo era más fácil, la comparación de Zamorano con Santillana y su portentoso salto, el debut de Casillas, con mi edad y el descanso del gran Paco Buyo; no entendimos la destitución de Vicente del Bosque, nos volvimos locos con la volea de Zidane y sufrimos con entrenadores que no sabían a qué jugaban.
Hasta la muerte del genio, con 88 años, no me había dado cuenta de lo ligados que estaban todos esos recuerdos futboleros a mi abuelo, también a mi padre, al que llamo cuando veo una gran victoria del Madrid y no he visto el partido con él, algo que debo de hacer más a menudo. Te lo prometo viejo. Descansa en paz Alfredo, te quiero abuelo.

miércoles, 5 de febrero de 2014

"porque sí ella te llevaba... era la mejor mesa"



“Si ella te llevaba era la mejor mesa. Te hacía sentir como si fueras el único. Todos se quedaban como embobados, mirándola; no sabían si estaban en la tierra, si era un fantasma, si… Tenían miedo que no volviera… y ahí, los volvía a sorprender. Anotando todo ahí, mirad, junto a la caja, paradita como por arte de magia, como un ángel… mi ángel” esta frase que habré visto, sin exagerar, cien veces, recitar a Héctor Alterio en la grandísima película “El hijo de la novia” es una de las escenas cinematográficas que más profundamente me han llegado a tocar. No sé si por su sencillez, su romanticismo sin artificios ni flores, su ternura exenta de dulces, su gran interpretación o, sencillamente, porque quién no quiere seguir enamorado de su pareja a pesar de los años, de las décadas, de los siglos. Quizás porque parece algo imposible en esta época tan rápida, tan sofisticada y moderna. La era de las nuevas tecnologías, del aquí y ahora, del ser hoy una novedad y mañana una antigualla.

Me gustan las películas que te traspasan, que se quedan a vivir contigo en tu día a día; como los buenos libros, recuerdas frases y personajes, y la banda sonora que escogerías para ponerla en tu vida. Me gustan las alacenas, que guardan tarros viejos y latas que contienen botones, cartas viejas y olor a naftalina. Me gustan las casas de los abuelos, con los marcos cojos cargados de recuerdos, me gustan las paredes que encierran historias de familias, me gustan las familias que se abren a ti. Me gustan los botes de colacao llenos de canicas, los tacos de cromos envueltos con una goma, el olor de un libro nuevo también, pero más aún el de uno heredado. Me gustan las carpetas de años de colegio, los juguetes guardados como un tesoro esperando la máquina del tiempo. Me gustan las sillas que crujen al sentarse sobre ellas, que grita su madera y por la noche te asustan. Me gusta el sillón del padre, el beso de despedida de una madre, los tapers para los hijos, los juegos que nunca pasan de moda ni necesitan cables.

Los muebles modernos son fáciles de limpiar pero son impersonales, desechables, jamás se volverán a poner de moda, y no tienen alma. Sus cajones no guardan fotos amarillentas, partidas de nacimiento en épocas oscuras ni cartas de amor; no, ya no se escriben cartas de amor, ahora son e-mails fáciles de escribir y mandar, con corrector ortográfico y administrador de simpleza. O puedes mandar un wasap, con una foto instantánea de ti poniendo morritos (para terminar de vomitar). No, no estoy en contra del futuro ni de los adelantos, de hecho estoy al día. Pero no me digáis que se ha perdido romanticismo. Se ha perdido el arte de contar historias. Parecemos un mal remake. No hay nada nuevo en el horizonte que sea fresco, que te llegue, que te traspase. Incluso yo me siento idiota escribiendo en el ordenador mientras que con 12 años me sentía todo un escritor al golpear las teclas de la máquina de escribir de mi madre, "la Marifran".  Y que conste que prefiero mi pantalla LCD de 24 pulgadas y mi teclado nuevo ergonómico y reposa manos. Pero el romanticismo se pierde, como el primer beso en los días de verano, como la juventud, divino tesoro; que diría Rubén Darío.

Todo se pierde y en mi rio de fracasos hago cábalas con un camafeo infame que engraso con la sangre que dejé en el camino. Si no hay romanticismo se muere la poesía, y en los tiempos de la prima de riesgo, bancos malos y gobiernos fascistas ¿Qué pinta un poeta si no tiene a quién enseñar su obra? Como va surgir un político ilusionante y verdadero en la era del “me da todo igual, mientras no me toque a mí”. Dónde vas a trabajar si tienes escrúpulos y orgullo, donde nacerán tus hijos si tus maletas te han dejado atrás.
Con la casa a cuestas y la ilusión por los tobillos nos buscamos la vida, fracasados del sistema, envueltos además en el papel amarillo de las multas de los recaudadores sin educación ni modales, pistoleros de poca monta que ni de leyes entienden pues acabaron la E.S.O. de chiripa.

Embarcados en el viaje de sobrevivir escuchamos la última historia del abuelo. Todo se repite pero a peor, la familia te esperaba a tu vuelta, y tu ángel te acompañaba a pesar de la distancia; ahora viajas solo mirando el móvil por si aparecen sus alas en una foto de wasap.

joa





Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...

¡Mas es mía el Alba de oro!
                  de  RICARDO DARÍN

lunes, 13 de enero de 2014

El de la Marifran



Marie Francia, ese es el nombre de mi madre. Un nombre francés de difícil pronunciación y que nadie, a pesar de haber vivido en los tiempos en los que en el colegio se estudiaba francés (pensando que sería el idioma del futuro), nombraba bien. Por eso, en mi pueblo a mi madre la llamaban Marifran, o Marifron, incluso algún despistado la rebautizaba como MariFlor. Recuerdo aún cartas del banco con el nombre de María Francisca, mi madre las abría con resignación, la misma resignación con la que aceptó, a sus apenas ocho años, que su padre eligiera finalmente Tahal, un, cada vez más pequeño, pueblo de la sierra almeriense de los Filabres, para asentar sus vidas en deprimento de Francia, que era el destinor originario.

Marie Francia nació en Orán cuando era colonia francesa, cuando aún era próspera y desarrollada. Sus padres huyeron de la sinrazón de la postguerra para comenzar una nueva vida en otro lugar, solo que escaparon de la sartén para meterse en el cazo. La independencia de Orán por parte de los árabes se cobró mucha sangre inocente, sangre derramada que pervive en la memoria de mi madre en forma de pesadillas, que a pesar de los años y el tiempo transcurrido, no cesan. Una pied-noir (pies negros) como llamaban a los repatriados europeos de Argelia, hombres y mujeres sin patria pues se la habían robado.

Mi madre pasó de vivir en una ciudad cosmopolita, con tendido eléctrico y trescientos mil habitantes, a un pueblo sin luz, donde apenas vivían setecientas personas y el cuarto de baño estaba en el corral. Llanto tras llanto y superando las burlas por su acento y la envidia por sus trajes y muñecas, Marifran se adaptó a aquella vida rural y podría decirse que tuvo una infancia feliz. Excelente estudiante, ayudaba en el bar de su padre, iba a recoger agua con la burra jugando a estar en el salvaje oeste con sus amigas, escuchaban en “la camarilla” los discos de moda, cantando canciones de Albert Hammond, los Pekeniques, Los Bravos o Mari Trini.

Se marchó a estudiar a Almería, echándole una mano el cura del pueblo, Joaquín, uno de esos curas que dejaban de lado la política y los remilgos eclesiásticos para ayudar al prójimo a pesar de su militancia o no en la iglesia. Convenció a mi abuelo, ateo y anticlerical, para que le pagara aquellos estudios en la Compañía de María y tuviera una educación para un futuro próspero, que era lo que le aguardaba. Se marchó a la residencia junto a su prima Carmen, “la Kika” compartiendo habitación y lágrimas. Escuchando a Victor Jara, Serrá o Jarcha fue descubriendo la política y amándola hasta llegar a ser una de las  primeras mujeres concejales en la historia de la democracia almeriense. Si por bondad y ganas de ayudar fuese, mi madre hubiera sido presidenta del gobierno, pero pronto se introdujeron en los partidos democráticos los buscavidas, las alimañas interesadas, los hipócritas que otrora arrancaran carteles políticos para luego pasar a ser alcaldes. Esa era la nueva democracia, la primera desilusión de mi bondadosa madre.

En su vida se cruzó otro Joaquín, mi padre. Hombre fuerte y apuesto que se relajó a la sombra de mi madre, trabajando como una bestia y apoyando siempre a su pareja que enamoraba a cualquiera con sus ideales. Y así, entre mitin y mitin, puñaladas traperas de compañeros de partido, huidas a Olot y Albox antes de afincarse en Almería, tuvieron dos hijos, mi hermana María del Carmen y yo. Fui el mayor y conmigo llegaron las primeras alegrías y las primeras discusiones. Crecí al amparo de mi abuelo que vivía con nosotros, echándole una mano a mi madre trabajadora y a mi padre que tenía su oficio lejos de casa, en Macael. Marie Francia ayudó a fundar la casa de acogida de mujeres maltradas, la primera en Andalucía y la segunda de España, donde aún sigue trabajando y profiriendo un cariño especial, sobre todo a los niños, como si fuese el primer día y no llevase más de veinte años trabajando.


De pequeño en el pueblo a menudo me preguntaban la famosa frase “¿Y tú de quién eres?” contestando siempre: “De Marifran”. Ni mi hermana ni yo podíamos decir su nombre correctamente pues nadie nos entendía. Marifran era suficiente información para que cualquiera supiera quien era mi familia: la hija de Juan Lola, su madre era Carmen la del bar que tan buena era y tan rico cocinaba. Alguno hasta reconocía que le debía un favor a mi madre, y si no lo decía con palabras su miraba bastaba.

De niño era travieso pero nada fuera de lo normal. Imaginación no me faltaba ni amigos que me siguieran en mis chiquilladas, pero siempre contaba la verdad una vez hecha la trastada. Daba sustos a mi hermana provocándole un terror patológico y la imposibilidad de dormir sola a pesar de tener un dormitorio para cada uno. Como castigo a mis bromas tenía que dormir cada noche con mi hermana, acompañarla de noche al servicio, jamás bajó la basura sola y mi dormitorio era como suyo, el cual solo usaba para estudiar y encerrarse cuando se enfadaba conmigo, que era muy a menudo.

Mi madre soñaba con tener el hijo perfecto (como todas las madres) y por un momento así lo creyó. Sacaba buenas notas, obediente, le caía bien a todo el mundo, responsable. Pero la adolescencia a veces puede ser una hija de la gran puta y romper todo de un puñetazo. Mientras mis amigos salían a la calle cuando querían yo solo lo hacía los fines de semana, ellos jugaban al fútbol en equipos de la provincia y yo moría en clases de mecanografía. Daba clases de inglés mientras mi mejor amigo, por aquel entonces, enamoraba a las chicas tocando la guitarra; me quedaba en casa los sábados por la noche mientras por la ventana escuchaba la moto de mi compañero de clase salir bajo la luz de la luna. Mi primer beso lo di tras escaparme de un castigo y jamás se lo pude repetir. Y para colmo ingresé en un instituto que odiaba. Tres años perdidos por la borda, sintiendo que no encontraba mi lugar, sin importarme mi futuro, solo el presente, sin saber qué quería hacer con mi vida. Tres años en los que solo saqué una cosa positiva, conocer a un gran amigo, Juanma. Lo demás se lo llevó el viento como los versos que escribía entonces y que ya no se los mostraba a mi madre, como los litros de cerveza en el parque y las promesas ebrias de amigos para siempre, de chicas enamoradas y mi corazón ciego y egoísta. El hijo de la Marifran llevaba ropas negras, pendientes y pelo largo, ya no era ese niño perfecto que leía poesías y cartas a la familia; ya no sacaba buenas notas ni quería ser escritor, pero seguía siendo sensible y quería arreglar el mundo. Pero ese mundo me había mordido, clavado sus dientes y escupido en el fango de la mediocridad. Ya no me daba lecciones mi profesora de EGB, aquella que predestinó mi futuro en el instituto, no; ahora eran ogros que hablaban otro idioma, hombres y mujeres cansados de adolescentes que solo miraban su ombligo. Yo no encontraba ni mi sitio ni una meta, y mientras gastaba los días en la calle, lejos del rostro de mi madre que mostraba la decepción maternal en cada palabra, en cada suspiro, en cada gesto. 

Jamás me drogué, no sé por qué, quizás por tener una educación abierta con mis padres de esos temas y mostrarme sin tapujos lo que era y sus consecuencias, quizás por qué nunca quise probar algo que no pudiera dominar, o quizás por el simple hecho de vivirlo de cerca, con amigos del barrio, del instituto, gente conocida que se tiró al precipicio.

No fumé ni me drogué pero esa otra droga que tan bien vista está, el alcohol, sí. Mi primera borrachera fue en mi pueblo, para eso están los pueblos también, a los dieciséis años; algo tardío comparado con alguno que a esa edad se liaba los porros mejor que escribía (que eran muchos). Jamás di lecciones ni lo haré, pero siempre hay un momento en el que uno se emborracha, o se coloca, o pone su coche a trescientos o se tira en paracaídas. Es una puerta de escape, peligrosa, sí, que no hay que abrir a menudo pero que el cuerpo necesita para sentirnos vivos, aunque se me ocurren miles de formas mejores.

Mi adolescencia fue dura, estúpida (como casi todas) y extraña. Mi madre sufrió una depresión de la que yo me culpaba. Aún  enferma trató de ayudarme, comprendió que mi sitio no era aquel instituto pijo y deshumanizado, y dándome otra oportunidad probé suerte volviendo al Azcona, mi querido Azcona. Un sentimiento de culpa me obligó a buscar trabajos fuera del instituto, algo que mi padre no aprobaba. Seguía sin tener claro mi futuro, qué quería ser, el destino me topó con un amigo de conciertos, Kike, de eterna melena rizada y cante gutural. Cambie de pandilla, más mayores, más peligrosos (así lo vería mi madre entonces). Las noches se alargaban hasta el día y el alcohol fluía casi como la marihuana, en cantidades ingentes. Pero descubrí música, descubrí un mundo nuevo en el cual yo quería participar, una vía nueva para contar mis mensajes, mis historias; el mundo audiovisual.

Kike estudiaba en el Albaida el ciclo superior de Realización de audiovisuales y espectáculos. Dejaba de salir con nosotros en la época de exámenes pero seguía ensayando con el grupo, al cual me encantaba ver tocar sintiendo un poco de envidia pues jamás tuve oído para la música. Llegué a presenciar una grabación en su clase, un videoclip, yo hice mis pinitos con mi Hi-8 y como una epifanía supe lo que quería hacer, quería ser reportero gráfico. Compaginé mis estudios del ciclo con mi primer trabajo con contrato, en el Burguer King; ni que decir tiene que mi madre temía que entre el trabajo y mis salidas de conciertos jamás terminase nada, pero alcancé mi primera meta llegando a estar nueve años trabajando para Canal Si, guardando grandes recuerdos, viajando, aprendiendo y desilusionándome también, pero la vida es así; como la relación con mi madre, nos entendemos con una simple mirada y sobre nuestras abstractas espaldas podemos cargar lo que sea, aguantamos el dolor y procuramos no pedir favores a nadie, ayudar en lo que podemos y cuidar de nuestra familiar, pero no siempre estamos de acuerdo y nuestras discusiones han sido frecuentes y algunas subidas de tono. No hay amor más grande que el de una madre a un hijo, pero su amor es casi tan alto como sus expectativas, y el dolor al mirarla es casi tan profundo como el temor a perderla.

Deambulo por las calles de mi pueblo, ya no me preguntan de quién soy, ya lo saben; me preguntan por la tele, por mi madre, por mí. Me gusta pasear por sus calles, ver a mis paisanos, oler las chimeneas en invierno, sentir el frio de la sierra de los Filabres, sentarme en el banco que hay en la fachada de la casa de Otilia e imaginarme como habría sido la infancia y adolescencia de mi madre allí, en esa misma calle, cuando estaba el bar de mi abuelo abierto y gente por todas partes; cuando los niños se juntaban por barrios y las madres los llamaban a voces y no por el móvil. Cuando la persona más buena del pueblo vivía, mi abuela. En mi madre reviven su arte culinario y su bondad, sus enfados terribles y el cariño desmedido. A pasado ya una vida, hemos sufrido y reído juntos, y a pesar de las discusiones, de existir un mundo entre nosotros, me siento orgulloso de ser hijo de la Marifran.