Entre papelotes amarillos por el tiempo, cajas de libros y
carpetas que guardan proyectos mil, encuentro un dibujo, un Pin up dibujado por
una buena amiga. Es una tarjeta de felicitación, era mi trigésimo segundo
cumpleaños. El lugar la caverna, lo recuerdo todo a pesar de los litros de
cerveza que corrieron esa noche. En la tarjeta varias dedicatorias, sobre todo amigos de ese extraño grupo que forjó la realización de la serie “Parados” Una
dedicatoria en especial me hizo sonreír pero que no recordaba. “Mis respetos
para el chico afortunado que ha podido besar a Molly Ringwall” Supongo que mi
amigo se refería a mi chica, y no a la actriz americana que nos enamoró en “El
club de los cinco” o “16 Velas”. Sí, le daba un aire muy especial a ella, la
boca, la mirada de niña buena pero que guarda sus armas bien escondidas, un
cuerpo bonito, y ese aire de princesa. Pese a ser un fan de “Breakfast club”,
el título original del Club de los cinco, no me había percatado hasta entonces.
La dedicatoria me encantó y aun hoy me sigue dibujando una
sonrisa en la cara. Él es un enamorado del cine ochentero, como yo. Por eso
quizás creemos en finales felices, en decir siempre lo que piensas, en ser
auténtico contigo mismo, y que los buenos siempre ganan al final. Pues no
amigos, el bueno solo gana en las pelis. La esperanza de un mundo mejor se
diluye como los amores de verano, como la autenticidad de la infancia, como un
beso de despedida. Seguimos a falsos ídolos de oro, marcas que brillan en
internet, creemos que siendo “buenos” ganaremos algo. No. Para nada. Molly
Ringwall se creó un mundo de fantasmas y lobos, pero ella no era caperucita
roja precisamente, y mató al lobo, al leñador y hasta a su propia abuela. Peor
aún, hoy sigue mirándome desde su celda invisible de soledad interior, sigue
mirándome hasta penetrar en mi alma con una facilidad que asusta, que me hace
temblar. Mis monstruos no tienen colmillos ni garras, no usan cuchillo ni una
soga, portan anillos de compromiso, medias de seda, tacones y lencería a juego.
Mi monstruo del armario huele a deseo, huele a sábanas limpias, manta y leche
caliente con galletas en una mañana de lluvia; huele a siesta conjunta, a
desorden en el orden. Mi monstruo duerme en una caja de latón, se despierta
para arañarme las entrañas, o quizás, para recordarme sus zarpazos. Está en algún
lugar, a la espera de sacar lo peor de mí, de volverme una metamorfosis
inversa, de convertirme en una mísera larva miserable.
Puede que sea afortunado, pues, como en las películas de
nuestra infancia y juventud, todo parece recuperarse, el esfuerzo se recompensa
y de repente, un día, la vida te da una tregua. Respiras y no piensas en nada,
solo en el momento. Alguien te roza la mano, alguien que estuvo ahí, siempre,
invisible pero atenta. La piedra del pecho, ese ídolo sagrado que robara
Indiana Jones jugándose la vida, parece querer latir de nuevo. Si la vida te
da, recoge. Mañana pueden venir las facturas y puede ser tarde para
disfrutarlo.
Molly Ringwall hay miles, están por todos lados, aunque se
creen únicas y especiales. Y lo son, a su manera. ¿Cómo no querer besar esa
boca de cereza? Como la absenta, si la pruebas estás perdido. Nadarás mar
adentro, sentirás que es tu flor de loto, que se encenderá la chispa adecuada,
pero solo te dejará la herida, y a ti, como único culpable.
Suena el timbre y Judd Nelson, el rebelde del club de los
cinco, besa a Molly, la princesa pija del instituto, la chica perfecta que se
enamora del malote. Lo que no sabe Judd, John Bender en la peli, es que Claire
(Molly R.) con el paso del tiempo intentará cambiarlo, le quitará ese pendiente
que ahora tanto le excita, le querrá cortar el pelo, quitar esa gabardina
vieja, esas camisas de pobre, y le regalará ropa de marca y piropos si accede
al cambio de vestuario. Cambio que conlleva también el personal. Y dará igual
lo que haga John, que acceda a todo, que se gane su confianza, que sea el mejor
amante que Molly haya tenido, porque para ella siempre será el rebelde, el
chico de la calle que no es de fiar.