Los años reflejados en las arrugas de sus atractivos ajos
azules, pequeños, penetrantes y vivarachos también mostraban hastío y
desasosiego. Hartazgo de sí mismo y de sus continuos errores. Todos nos
equivocamos pero en él comenzaba a ser sistemático y muy preocupante. Se había
quedado sin nada, todo lo que había conseguido a lo largo de su vida se esfumó
como el humo del último cigarro que juró fumar. Nada material, vivía en un
cortijo heredado que se encontraba siempre en eternas reformas, nada personal,
sin su mujer de toda la vida y con un hijo que se encontraba a doce mil
kilómetros tratando de escapar de las discusiones con su padre. Si pudiera
volver atrás en el tiempo…
Sentado en el tranco de la fachada de la casa de campo,
manchado por el sudor y la tierra pegada a su ropa, miraba preocupado sus
olivos, necesitaban ser labrados urgentemente, su perro estaba quizás en el
último año de su vida y su coche, aparcado en el camino cerrado por una cadena
oxidada, gritaba auxilio en forma de ruedas nuevas y una mano de pintura. Con
la mano entre sus cabellos blancos pensaba en el dinero que costaba todo
aquello y que por supuesto no tenía. La cosecha de almendra había sido
ridícula, el viento y las heladas se llevaron el fruto siendo flores
blancas, lágrimas de niñas que se
pierden en la brisa del otoño. El sol calentaba su rostro pero no su ánimo, la
sierra ya no le llenaba, no era suficiente aquel aroma a romero, a olivo y
esparto; ya no era suficiente el amanecer en la montaña, perpetua testigo de
generaciones en aquellas lindes. La tranquilidad de una vida bucólica y el
sonido de los pájaros reverberando en las paredes blancas de su pueblo ya no le
agradaban, no había nada que llenara su vacío, nada. Ni siquiera su bodega
parecía satisfacerle. Tras años de cosechas fructuosas y buenos caldos con los
que agasajar a los amigos, bebía solo a la sombra del parral que custodiaba la
entrada con la puerta desvencijada del cortijo, que entre sacos de cemento y
ladrillos rotos, miraba impasible el final de una vida simple que se perdía
como el vuelo de la alondra en el horizonte. Ya no había tiempo de reacción, no
había oxígeno para que el fénix batiera sus alas y renaciera de sus cenizas, no
había segunda vuelta ni prórroga. El azul se volverá gris, la primavera se
alejará por el mismo camino donde asoma melancólico el otoño mirando de reojo
al pétreo invierno. Sus manos, cortadas
por el frío, grandes y robustas, comenzaban a mostrar signos de vejez,
temblores que antes no estaban se mostraban ahora como fantasmas de un futuro
negro. Colgó la escopeta pues ya no cazaba, su puntería disminuía al paso de
sus canas mientras aumentaban las dioptrías de sus gafas, objeto que jamás necesitó
antes. Le llegaron a llamar el hombre más fuerte del mundo, una exageración
pero sí era verdad que era el más fuerte de la zona, fuerte con los músculos
pero no de espíritu. Su alma anhelaba echar el vuelo, desplegar las alas y
volar con las perdices escapando de las trampas y los tiros pero él fue presa y
atrapado por las fauces de un pointer, colgado en un porta caza y lo estaban
desplumando para hacerlo a la cazuela. Una tos repentina le despertó de sus
ensimismamientos, un esputo de sangre tiñó la tierra bajo sus botas. Se echó
mano a la boca y maldijo a un dios que había abandonado aquellos bancales
inertes. Agarró la azada y la estampó contra la valla aún sin terminar de
arreglar. Los conejos allí enjaulados salieron despavoridos por el agujero que
se abrió en la tela metálica. Ya nada importaba, tan solo una idea que le llenó
el corazón: su hijo. Sacaría un billete y se presentaría por sorpresa. Jamás
voló antes, jamás viajó solo, jamás tuvo un arrebato y jamás llevó a cabo una
idea repentina. Pero su tiempo expiraba y algo dentro de él estaba cambiando. “Nunca
es tarde si la dicha es buena” se dijo para sus adentros y con la fuerza del
que no tiene nada que perder comenzó a organizar su aventura personal, soñando
con las nubes, las corrientes y el cielo que lo llevarían hasta su progenie,
imaginando la escena en su cabeza, escogiendo las palabras de bienvenida y
sopesando las trabas del recorrido. ¿Qué más daba su viejo coche, qué
importaban sus olivos egoístas, qué prisa había en terminar aquellas obras
siempre incompletas? Aquella mancha carmín en el suelo lanzada con estrépito por
sus pulmones le abofeteó abriéndole los ojos y barriendo lo mundano para que
claree solamente lo valioso.
El tiempo es lo único que no podía recuperar, en el poco que
le quedaba, iba a construir el puente para salvar las consecuencias de sus
errores.
Un ciervo macho, de gran cornamenta lo miraba desde el cerro que
marcaba con su sombra el perímetro del cortijo, en otros días lo hubiera
abatido, disparado con precisión, matado en el acto y colgado en la chimenea
como trofeo, pero ahora el abatido era él mismo y solo tenía una vía de escape.
Marcharía contra el viento para evitar los cazadores, sabía dónde, infames,
esperaban las trampas, no había opción de errar. Esta vez no lo abatirían.
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