martes, 22 de octubre de 2013

ABATIDO



Los años reflejados en las arrugas de sus atractivos ajos azules, pequeños, penetrantes y vivarachos también mostraban hastío y desasosiego. Hartazgo de sí mismo y de sus continuos errores. Todos nos equivocamos pero en él comenzaba a ser sistemático y muy preocupante. Se había quedado sin nada, todo lo que había conseguido a lo largo de su vida se esfumó como el humo del último cigarro que juró fumar. Nada material, vivía en un cortijo heredado que se encontraba siempre en eternas reformas, nada personal, sin su mujer de toda la vida y con un hijo que se encontraba a doce mil kilómetros tratando de escapar de las discusiones con su padre. Si pudiera volver atrás en el tiempo…

Sentado en el tranco de la fachada de la casa de campo, manchado por el sudor y la tierra pegada a su ropa, miraba preocupado sus olivos, necesitaban ser labrados urgentemente, su perro estaba quizás en el último año de su vida y su coche, aparcado en el camino cerrado por una cadena oxidada, gritaba auxilio en forma de ruedas nuevas y una mano de pintura. Con la mano entre sus cabellos blancos pensaba en el dinero que costaba todo aquello y que por supuesto no tenía. La cosecha de almendra había sido ridícula, el viento y las heladas se llevaron el fruto siendo flores blancas,  lágrimas de niñas que se pierden en la brisa del otoño. El sol calentaba su rostro pero no su ánimo, la sierra ya no le llenaba, no era suficiente aquel aroma a romero, a olivo y esparto; ya no era suficiente el amanecer en la montaña, perpetua testigo de generaciones en aquellas lindes. La tranquilidad de una vida bucólica y el sonido de los pájaros reverberando en las paredes blancas de su pueblo ya no le agradaban, no había nada que llenara su vacío, nada. Ni siquiera su bodega parecía satisfacerle. Tras años de cosechas fructuosas y buenos caldos con los que agasajar a los amigos, bebía solo a la sombra del parral que custodiaba la entrada con la puerta desvencijada del cortijo, que entre sacos de cemento y ladrillos rotos, miraba impasible el final de una vida simple que se perdía como el vuelo de la alondra en el horizonte. Ya no había tiempo de reacción, no había oxígeno para que el fénix batiera sus alas y renaciera de sus cenizas, no había segunda vuelta ni prórroga. El azul se volverá gris, la primavera se alejará por el mismo camino donde asoma melancólico el otoño mirando de reojo al pétreo invierno.  Sus manos, cortadas por el frío, grandes y robustas, comenzaban a mostrar signos de vejez, temblores que antes no estaban se mostraban ahora como fantasmas de un futuro negro. Colgó la escopeta pues ya no cazaba, su puntería disminuía al paso de sus canas mientras aumentaban las dioptrías de sus gafas, objeto que jamás necesitó antes. Le llegaron a llamar el hombre más fuerte del mundo, una exageración pero sí era verdad que era el más fuerte de la zona, fuerte con los músculos pero no de espíritu. Su alma anhelaba echar el vuelo, desplegar las alas y volar con las perdices escapando de las trampas y los tiros pero él fue presa y atrapado por las fauces de un pointer, colgado en un porta caza y lo estaban desplumando para hacerlo a la cazuela. Una tos repentina le despertó de sus ensimismamientos, un esputo de sangre tiñó la tierra bajo sus botas. Se echó mano a la boca y maldijo a un dios que había abandonado aquellos bancales inertes. Agarró la azada y la estampó contra la valla aún sin terminar de arreglar. Los conejos allí enjaulados salieron despavoridos por el agujero que se abrió en la tela metálica. Ya nada importaba, tan solo una idea que le llenó el corazón: su hijo. Sacaría un billete y se presentaría por sorpresa. Jamás voló antes, jamás viajó solo, jamás tuvo un arrebato y jamás llevó a cabo una idea repentina. Pero su tiempo expiraba y algo dentro de él estaba cambiando. “Nunca es tarde si la dicha es buena” se dijo para sus adentros y con la fuerza del que no tiene nada que perder comenzó a organizar su aventura personal, soñando con las nubes, las corrientes y el cielo que lo llevarían hasta su progenie, imaginando la escena en su cabeza, escogiendo las palabras de bienvenida y sopesando las trabas del recorrido. ¿Qué más daba su viejo coche, qué importaban sus olivos egoístas, qué prisa había en terminar aquellas obras siempre incompletas? Aquella mancha carmín en el suelo lanzada con estrépito por sus pulmones le abofeteó abriéndole los ojos y barriendo lo mundano para que claree solamente lo valioso.

El tiempo es lo único que no podía recuperar, en el poco que le quedaba, iba a construir el puente para salvar las consecuencias de sus errores. 
Un ciervo macho, de gran cornamenta lo miraba desde el cerro que marcaba con su sombra el perímetro del cortijo, en otros días lo hubiera abatido, disparado con precisión, matado en el acto y colgado en la chimenea como trofeo, pero ahora el abatido era él mismo y solo tenía una vía de escape. Marcharía contra el viento para evitar los cazadores, sabía dónde, infames, esperaban las trampas, no había opción de errar. Esta vez no lo abatirían.

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