lunes, 13 de enero de 2014

El de la Marifran



Marie Francia, ese es el nombre de mi madre. Un nombre francés de difícil pronunciación y que nadie, a pesar de haber vivido en los tiempos en los que en el colegio se estudiaba francés (pensando que sería el idioma del futuro), nombraba bien. Por eso, en mi pueblo a mi madre la llamaban Marifran, o Marifron, incluso algún despistado la rebautizaba como MariFlor. Recuerdo aún cartas del banco con el nombre de María Francisca, mi madre las abría con resignación, la misma resignación con la que aceptó, a sus apenas ocho años, que su padre eligiera finalmente Tahal, un, cada vez más pequeño, pueblo de la sierra almeriense de los Filabres, para asentar sus vidas en deprimento de Francia, que era el destinor originario.

Marie Francia nació en Orán cuando era colonia francesa, cuando aún era próspera y desarrollada. Sus padres huyeron de la sinrazón de la postguerra para comenzar una nueva vida en otro lugar, solo que escaparon de la sartén para meterse en el cazo. La independencia de Orán por parte de los árabes se cobró mucha sangre inocente, sangre derramada que pervive en la memoria de mi madre en forma de pesadillas, que a pesar de los años y el tiempo transcurrido, no cesan. Una pied-noir (pies negros) como llamaban a los repatriados europeos de Argelia, hombres y mujeres sin patria pues se la habían robado.

Mi madre pasó de vivir en una ciudad cosmopolita, con tendido eléctrico y trescientos mil habitantes, a un pueblo sin luz, donde apenas vivían setecientas personas y el cuarto de baño estaba en el corral. Llanto tras llanto y superando las burlas por su acento y la envidia por sus trajes y muñecas, Marifran se adaptó a aquella vida rural y podría decirse que tuvo una infancia feliz. Excelente estudiante, ayudaba en el bar de su padre, iba a recoger agua con la burra jugando a estar en el salvaje oeste con sus amigas, escuchaban en “la camarilla” los discos de moda, cantando canciones de Albert Hammond, los Pekeniques, Los Bravos o Mari Trini.

Se marchó a estudiar a Almería, echándole una mano el cura del pueblo, Joaquín, uno de esos curas que dejaban de lado la política y los remilgos eclesiásticos para ayudar al prójimo a pesar de su militancia o no en la iglesia. Convenció a mi abuelo, ateo y anticlerical, para que le pagara aquellos estudios en la Compañía de María y tuviera una educación para un futuro próspero, que era lo que le aguardaba. Se marchó a la residencia junto a su prima Carmen, “la Kika” compartiendo habitación y lágrimas. Escuchando a Victor Jara, Serrá o Jarcha fue descubriendo la política y amándola hasta llegar a ser una de las  primeras mujeres concejales en la historia de la democracia almeriense. Si por bondad y ganas de ayudar fuese, mi madre hubiera sido presidenta del gobierno, pero pronto se introdujeron en los partidos democráticos los buscavidas, las alimañas interesadas, los hipócritas que otrora arrancaran carteles políticos para luego pasar a ser alcaldes. Esa era la nueva democracia, la primera desilusión de mi bondadosa madre.

En su vida se cruzó otro Joaquín, mi padre. Hombre fuerte y apuesto que se relajó a la sombra de mi madre, trabajando como una bestia y apoyando siempre a su pareja que enamoraba a cualquiera con sus ideales. Y así, entre mitin y mitin, puñaladas traperas de compañeros de partido, huidas a Olot y Albox antes de afincarse en Almería, tuvieron dos hijos, mi hermana María del Carmen y yo. Fui el mayor y conmigo llegaron las primeras alegrías y las primeras discusiones. Crecí al amparo de mi abuelo que vivía con nosotros, echándole una mano a mi madre trabajadora y a mi padre que tenía su oficio lejos de casa, en Macael. Marie Francia ayudó a fundar la casa de acogida de mujeres maltradas, la primera en Andalucía y la segunda de España, donde aún sigue trabajando y profiriendo un cariño especial, sobre todo a los niños, como si fuese el primer día y no llevase más de veinte años trabajando.


De pequeño en el pueblo a menudo me preguntaban la famosa frase “¿Y tú de quién eres?” contestando siempre: “De Marifran”. Ni mi hermana ni yo podíamos decir su nombre correctamente pues nadie nos entendía. Marifran era suficiente información para que cualquiera supiera quien era mi familia: la hija de Juan Lola, su madre era Carmen la del bar que tan buena era y tan rico cocinaba. Alguno hasta reconocía que le debía un favor a mi madre, y si no lo decía con palabras su miraba bastaba.

De niño era travieso pero nada fuera de lo normal. Imaginación no me faltaba ni amigos que me siguieran en mis chiquilladas, pero siempre contaba la verdad una vez hecha la trastada. Daba sustos a mi hermana provocándole un terror patológico y la imposibilidad de dormir sola a pesar de tener un dormitorio para cada uno. Como castigo a mis bromas tenía que dormir cada noche con mi hermana, acompañarla de noche al servicio, jamás bajó la basura sola y mi dormitorio era como suyo, el cual solo usaba para estudiar y encerrarse cuando se enfadaba conmigo, que era muy a menudo.

Mi madre soñaba con tener el hijo perfecto (como todas las madres) y por un momento así lo creyó. Sacaba buenas notas, obediente, le caía bien a todo el mundo, responsable. Pero la adolescencia a veces puede ser una hija de la gran puta y romper todo de un puñetazo. Mientras mis amigos salían a la calle cuando querían yo solo lo hacía los fines de semana, ellos jugaban al fútbol en equipos de la provincia y yo moría en clases de mecanografía. Daba clases de inglés mientras mi mejor amigo, por aquel entonces, enamoraba a las chicas tocando la guitarra; me quedaba en casa los sábados por la noche mientras por la ventana escuchaba la moto de mi compañero de clase salir bajo la luz de la luna. Mi primer beso lo di tras escaparme de un castigo y jamás se lo pude repetir. Y para colmo ingresé en un instituto que odiaba. Tres años perdidos por la borda, sintiendo que no encontraba mi lugar, sin importarme mi futuro, solo el presente, sin saber qué quería hacer con mi vida. Tres años en los que solo saqué una cosa positiva, conocer a un gran amigo, Juanma. Lo demás se lo llevó el viento como los versos que escribía entonces y que ya no se los mostraba a mi madre, como los litros de cerveza en el parque y las promesas ebrias de amigos para siempre, de chicas enamoradas y mi corazón ciego y egoísta. El hijo de la Marifran llevaba ropas negras, pendientes y pelo largo, ya no era ese niño perfecto que leía poesías y cartas a la familia; ya no sacaba buenas notas ni quería ser escritor, pero seguía siendo sensible y quería arreglar el mundo. Pero ese mundo me había mordido, clavado sus dientes y escupido en el fango de la mediocridad. Ya no me daba lecciones mi profesora de EGB, aquella que predestinó mi futuro en el instituto, no; ahora eran ogros que hablaban otro idioma, hombres y mujeres cansados de adolescentes que solo miraban su ombligo. Yo no encontraba ni mi sitio ni una meta, y mientras gastaba los días en la calle, lejos del rostro de mi madre que mostraba la decepción maternal en cada palabra, en cada suspiro, en cada gesto. 

Jamás me drogué, no sé por qué, quizás por tener una educación abierta con mis padres de esos temas y mostrarme sin tapujos lo que era y sus consecuencias, quizás por qué nunca quise probar algo que no pudiera dominar, o quizás por el simple hecho de vivirlo de cerca, con amigos del barrio, del instituto, gente conocida que se tiró al precipicio.

No fumé ni me drogué pero esa otra droga que tan bien vista está, el alcohol, sí. Mi primera borrachera fue en mi pueblo, para eso están los pueblos también, a los dieciséis años; algo tardío comparado con alguno que a esa edad se liaba los porros mejor que escribía (que eran muchos). Jamás di lecciones ni lo haré, pero siempre hay un momento en el que uno se emborracha, o se coloca, o pone su coche a trescientos o se tira en paracaídas. Es una puerta de escape, peligrosa, sí, que no hay que abrir a menudo pero que el cuerpo necesita para sentirnos vivos, aunque se me ocurren miles de formas mejores.

Mi adolescencia fue dura, estúpida (como casi todas) y extraña. Mi madre sufrió una depresión de la que yo me culpaba. Aún  enferma trató de ayudarme, comprendió que mi sitio no era aquel instituto pijo y deshumanizado, y dándome otra oportunidad probé suerte volviendo al Azcona, mi querido Azcona. Un sentimiento de culpa me obligó a buscar trabajos fuera del instituto, algo que mi padre no aprobaba. Seguía sin tener claro mi futuro, qué quería ser, el destino me topó con un amigo de conciertos, Kike, de eterna melena rizada y cante gutural. Cambie de pandilla, más mayores, más peligrosos (así lo vería mi madre entonces). Las noches se alargaban hasta el día y el alcohol fluía casi como la marihuana, en cantidades ingentes. Pero descubrí música, descubrí un mundo nuevo en el cual yo quería participar, una vía nueva para contar mis mensajes, mis historias; el mundo audiovisual.

Kike estudiaba en el Albaida el ciclo superior de Realización de audiovisuales y espectáculos. Dejaba de salir con nosotros en la época de exámenes pero seguía ensayando con el grupo, al cual me encantaba ver tocar sintiendo un poco de envidia pues jamás tuve oído para la música. Llegué a presenciar una grabación en su clase, un videoclip, yo hice mis pinitos con mi Hi-8 y como una epifanía supe lo que quería hacer, quería ser reportero gráfico. Compaginé mis estudios del ciclo con mi primer trabajo con contrato, en el Burguer King; ni que decir tiene que mi madre temía que entre el trabajo y mis salidas de conciertos jamás terminase nada, pero alcancé mi primera meta llegando a estar nueve años trabajando para Canal Si, guardando grandes recuerdos, viajando, aprendiendo y desilusionándome también, pero la vida es así; como la relación con mi madre, nos entendemos con una simple mirada y sobre nuestras abstractas espaldas podemos cargar lo que sea, aguantamos el dolor y procuramos no pedir favores a nadie, ayudar en lo que podemos y cuidar de nuestra familiar, pero no siempre estamos de acuerdo y nuestras discusiones han sido frecuentes y algunas subidas de tono. No hay amor más grande que el de una madre a un hijo, pero su amor es casi tan alto como sus expectativas, y el dolor al mirarla es casi tan profundo como el temor a perderla.

Deambulo por las calles de mi pueblo, ya no me preguntan de quién soy, ya lo saben; me preguntan por la tele, por mi madre, por mí. Me gusta pasear por sus calles, ver a mis paisanos, oler las chimeneas en invierno, sentir el frio de la sierra de los Filabres, sentarme en el banco que hay en la fachada de la casa de Otilia e imaginarme como habría sido la infancia y adolescencia de mi madre allí, en esa misma calle, cuando estaba el bar de mi abuelo abierto y gente por todas partes; cuando los niños se juntaban por barrios y las madres los llamaban a voces y no por el móvil. Cuando la persona más buena del pueblo vivía, mi abuela. En mi madre reviven su arte culinario y su bondad, sus enfados terribles y el cariño desmedido. A pasado ya una vida, hemos sufrido y reído juntos, y a pesar de las discusiones, de existir un mundo entre nosotros, me siento orgulloso de ser hijo de la Marifran.

2 comentarios:

  1. Me emociono al leer tus palabras.No esperaba menos siendo hijo de quien eres.

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  2. No se su historia pero mi madre es hija de ese pueblo yo estuve cuando era adolescente soy de los pichetes y de los pingas a mucha honra porque creo que son muy buena gente los que viven todavía hay son superiores especiales generosos bondadosos amigos de sus amigos y luchadores por las causas justas Buenas personas que se merecen todo lo bueno que , a vida les pueda dar me siento muy orgullosa de ser descendiente de los taha legos mi abuela se llamaba Maria cid guillen mi abuelo juan garcía Pérez y aparte de todos los que se unieron a esta familia sin ser directamente de ellos pero participaron en su familia postiza

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