Bebía de nuevo mientras Nina Simone cantaba aquello de que
no tenía casa ni dinero, ni ropa ni zapatos. Estaba bien, en ese momento,
rodeado de personajes clásicos de un buen bar: El camarero amigo, buena gente,
psicólogo y musicólogo a tiempo completo;
el paliza de la noche que se creía el liberador de los niños perdidos; un par
de erasmus alucinando con el local; el músico de voz rasposa descansado en su
taburete de siempre; la chica asidua con la que cruzas un par de palabras y que
el resto del bar desea que volviera a
cruzar sus largas piernas; los amigos del camarero en su rincón casi hogareño;
la mujer que estuvo en Woodstock tratando de escapar de la mano de la vejez; el
buitre, el típico tipo que trata de ligar sea como sea, o por desgaste o por
hartura, por sus alas negras y tentáculos lo reconoceréis. Estaban todos y estaba ella. La charla
agradable, risas sin parar y la sensación de estar como en casa, pero libre,
solo pero acompañado, triste pero riendo.
Las horas pasan volando y no hay ganas de dejar el bar, ni
la cerveza, ni la conversación. Ella quizás lo desea, él la ve atractiva,
interesante, sus pies se tocan varias veces y sus muslos se rozan en mitad de la
conversación. Una chica vital, risueña a
la que le gusta la música triste. Pero la guerra hirió a este guerrero y algo
tiene roto dentro, algo le está matando. No puede ver los gestos de ella, no
puede valorar su calidez, no puede saborear su tan personal elixir. Está muy
lejos de estar bien, soldado tocando retirada, aunque no se quiera marchar.
Viaja en su coche viejo pero que nunca le ha dejado tirado,
da vueltas sin rumbo por la ciudad mientras resuena en la cabeza las risas de
ella. Pero hay algo más, profundo e imborrable, que perdura a pesar del tiempo
y no se disipa, no se va, impidiendo que sea feliz,
que disfrute del todo de lo que le ofrece la vida.
Suena un banjo y acelera. El viento que entra por la
ventanilla es frio pero no le molesta. Directo al mar no se ha dado cuenta que
la carretera termina y comienza una pista de tierra, amanece pero no para él,
la sangre de su boca oculta los rayos de sol. La herida grita pero no él, que
con el puño en su pecho mira al cielo buscando respuestas que no llegan.
Sus botas pisan la tierra, retorcido de dolor quiere ver el
mar, allí donde fue feliz a su lado, donde no tenía problemas, imagina su mano
fina acariciando su cara en el último intento de recuperarlo. Él dejó que se
fuera lejos. Nada tiene sentido. La única realidad que queda es la herida, y
mientras sigue sonando la música, imperecedera, viajando en el tiempo y los
recuerdos como una máquina mágica, reviviendo instantes felices que vuelven
nostálgicos y en ocasiones muy dolorosos.
La hora de cierre llega, ella se pregunta dónde habrá ido el
soldado, su última cerveza está caliente. No fuma pero sale a la puerta a
buscarlo, tratando de disimular, claro. Allí no hay nadie, están todos en el
final de la calle, rodeando una
ambulancia que está junto a un coche que se ha estampado contra un muro
de piedra.
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