miércoles, 11 de marzo de 2015

LA HERIDA



                                                     
Bebía de nuevo mientras Nina Simone cantaba aquello de que no tenía casa ni dinero, ni ropa ni zapatos. Estaba bien, en ese momento, rodeado de personajes clásicos de un buen bar: El camarero amigo, buena gente, psicólogo  y musicólogo a tiempo completo; el paliza de la noche que se creía el liberador de los niños perdidos; un par de erasmus alucinando con el local; el músico de voz rasposa descansado en su taburete de siempre; la chica asidua con la que cruzas un par de palabras y que el resto del bar desea que volviera  a cruzar sus largas piernas; los amigos del camarero en su rincón casi hogareño; la mujer que estuvo en Woodstock tratando de escapar de la mano de la vejez; el buitre, el típico tipo que trata de ligar sea como sea, o por desgaste o por hartura, por sus alas negras y tentáculos lo reconoceréis.  Estaban todos y estaba ella. La charla agradable, risas sin parar y la sensación de estar como en casa, pero libre, solo pero acompañado, triste pero riendo.
Las horas pasan volando y no hay ganas de dejar el bar, ni la cerveza, ni la conversación. Ella quizás lo desea, él la ve atractiva, interesante, sus pies se tocan varias veces y sus muslos se rozan en mitad de la conversación.  Una chica vital, risueña a la que le gusta la música triste. Pero la guerra hirió a este guerrero y algo tiene roto dentro, algo le está matando. No puede ver los gestos de ella, no puede valorar su calidez, no puede saborear su tan personal elixir. Está muy lejos de estar bien, soldado tocando retirada, aunque no se quiera marchar.
Viaja en su coche viejo pero que nunca le ha dejado tirado, da vueltas sin rumbo por la ciudad mientras resuena en la cabeza las risas de ella. Pero hay algo más, profundo e imborrable, que perdura a pesar del tiempo y no se disipa, no se va, impidiendo  que sea feliz, que disfrute del todo de lo que le ofrece la vida.
Suena un banjo y acelera. El viento que entra por la ventanilla es frio pero no le molesta. Directo al mar no se ha dado cuenta que la carretera termina y comienza una pista de tierra, amanece pero no para él, la sangre de su boca oculta los rayos de sol. La herida grita pero no él, que con el puño en su pecho mira al cielo buscando respuestas que no llegan.
Sus botas pisan la tierra, retorcido de dolor quiere ver el mar, allí donde fue feliz a su lado, donde no tenía problemas, imagina su mano fina acariciando su cara en el último intento de recuperarlo. Él dejó que se fuera lejos. Nada tiene sentido. La única realidad que queda es la herida, y mientras sigue sonando la música, imperecedera, viajando en el tiempo y los recuerdos como una máquina mágica, reviviendo instantes felices que vuelven nostálgicos y en ocasiones muy dolorosos.
La hora de cierre llega, ella se pregunta dónde habrá ido el soldado, su última cerveza está caliente. No fuma pero sale a la puerta a buscarlo, tratando de disimular, claro. Allí no hay nadie, están todos en el final de la calle, rodeando una  ambulancia que está junto a un coche que se ha estampado contra un muro de piedra.

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