lunes, 16 de marzo de 2015

Una mañana cualquiera




Cerró el libro de Le Carré y miró por la ventana, hacía un buen día para salir. El sol siempre te anima a caminar, a cruzarte con la gente, a respirar en compañía.  Sentado ahora en la cafetería, en la terraza, observaba a los protagonistas de aquel momento, desconocidos que caminaban y bebían.
Por qué nos empeñamos en jodernos tanto la vida, atrapados por el ritmo del capitalismo y las deudas, del egoísmo y la competitividad.  Suena Bob Dylan a través de sus auriculares enchufados al móvil, el mejor uso que tenía ese aparato, pensaba él. Una especie de walkman que sirve además (por desgracia) para estar localizable siempre. Dylan cantaba Forever Young, y como un Rubén Darío rockero  cantaba al paso de la edad. El observador bebe su café recordando que estuvo en la cima, que fue alguien alguna vez, que ella estuvo a su lado aferrada a su fuerte brazo borracha de amor y felicidad. Que hubo una época feliz, en la que la vida era de color de rosa y no hacía falta licor para regar las noches de risas y los días de alegría. La caída siempre es dura y puede que se haga eterna, pero con ella a su lado flotaba;  ahora su recuerdo era una roca que aceleraba su caída al fondo del precipicio. Por qué somos tan destructivos,  por qué buscamos imposibles cuando estamos bien, por qué nos complicamos cuando estamos cómodos...
El sol de la mañana calienta el cuerpo y el ánimo, transformando los monstruos asesinos de  la noche en quimeras de humo que flotan lejanas con la niebla. Si anochece, su recuerdo se vuelve áspero, corpóreo, real, cruel. Y en la noche escapa a no sé sabe donde, a un bar, a un concierto, a un refugio en la urbe, a la basura, al fin del mundo.

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