miércoles, 16 de septiembre de 2015

MIEL APACHE




Estaba sentada, pero jamás quieta. Ella sola iluminaba el oscuro bar con sus ojos del color del mar donde tanto le gustaba bañarse desnuda, libre como el viento, libre como el espíritu de los indios americanos, esos que pintaban sus caras rojizas y portaban plumas, como la que ella llevaba tatuada en su brazo izquierdo. Era la libertad personificada.
Bebía una cerveza a la que ya le había arrancado todas las etiquetas. Estaba nerviosa, o era así de inquieta, la primera impresión simplemente es que era auténtica, transparente, una sonrisa perenne. No era simplemente guapa, era bella. Además de sus ojos verdes, sus labios eran carnosos, su sonrisa un regalo y su cuerpo una escultura de Miguel Ángel. Tenía pecas, pecas que parecían un mar de estrellas en un cielo claro. Sus cabellos se elevaban en una maraña de pelo salvaje y anárquico que se elevaba al cielo pareciendo querer envolver toda la energía del sol. Era casi mística. Dos besos y la conversación jamás se apagó. No hubo silencios incómodos, ninguno miró la hora, ni miró para otro lado. Sus miradas se cruzaron sintiendo la atracción.
Ella, alta y de cuerpo atlético, hablaba con naturalidad, moviendo la lengua de un lado a otro de la boca, rápidamente, en un tic muy personal, gracioso y que delataba a una mujer nerviosa, inquieta.
Amaba a su tierra y su origen, le gustaba la historia pero no se las daba de erudita. Reía, ¡cómo reía! Era energía pura. Yo llevaba días muy duros, un varapalo me había dejado cicatrices que aun hoy no han curado del todo, y esa alegría desbordante me inundó por completo. Reímos juntos y por primera vez en muchos días me sentí feliz. Hablamos de música, del verano, de su forma de ver la vida, de la mía. Aunque hubiera habido un terremoto no hubiera apartado la vista de su cara. Era perfecta.
Nos despedimos, algo había entre nosotros. Al subir al coche la vi alejarse por el espejo retrovisor deseando que se diera la vuelta para mirarme por última vez, y de repente, cuando había perdido la esperanza, justo el segundo antes de llegar a la esquina donde ya la perdería de vista, ella me hizo otro regalo, se giró y sentí que el día había sido perfecto, que después de las nubes siempre vienen los días de sol, que siendo tú mismo encuentras gente maravillosa.
La cena fue genial, las risas continuadas, como era costumbre a su lado. Ella fumaba sin parar, algo que me mataba, pero su alegría y belleza eran tan desbordantes que nada importaba. Trajo una botella de vino, que supo a poco pues bebíamos y hablábamos constantemente. Más vino y  más conversación, el primer beso, dulce como la miel; y más vino, más risas, y piropos mientras ella me acariciaba el pelo hacia atrás. Siempre dando, siempre generosa.
Su cuerpo temblaba, aun desnuda no paraba de hablar, tan bonita, tan independiente y segura de sí misma y a la vez tan inocente. Duros secretos de infancia o adolescencia escondía tras su verborrea y caricias. Sus nervios no se apaciguaban. 

Esa fue la primera y última vez que nos besamos. Tomamos algún café, y poco más. En mi largo historial tengo la masoquista costumbre de dejar perder a grandes mujeres. Quizás no era el momento, quizás ni el lugar, pero nunca es el momento ni el lugar y el corazón decide por ti, complicándote la vida con misiones imposibles que te regalan oasis a los que te aferras como un moribundo a una cantimplora en el desierto.

Aún hoy me parece verla saltando por la playa, bailando en algún bar rodeada de hombres incapaces de conseguir nada verdadero de ella, riendo bajo el sol, o maldiciéndome por ser tan idiota.


Plumas que mece el viento
bajo las estrellas que son tus pecas.
Tu risa de diamante vale más que el tiempo
perdido en lodazales, en la muesca
de un revolver que añora la paz de un niño contento.

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