sábado, 13 de febrero de 2021

                                   NO TE VAYAS 

 

Me desperté con el desagradable estrépito del despertador. Los primeros rayos de sol asomaban por las rendijas de mi vieja persiana. Las sábanas olían a mujer, pero llevaba muchas noches durmiendo solo. Solo desde que ella se fue, solo desde que me dejara la mujer que era la mujer de mi vida. Un solo error en tu vida puede marcarte trágicamente. Era el culpable de la transfiguración de Hécate. Grité al viento que quería morir, mi vida carecía de alicientes. Para que vivir un camino triste, para qué vivir sin fe en nada ni nadie. ¿Para qué? Me incorporé y la sensación de no haber estado completamente solo se acrecentaba en mi interior. Di vueltas por la casa y un perfume reposaba por cada resquicio de mi hogar. Hundí mi dormida cara en la almohada y ese olor inundó mis fosas nasales hasta llegar a mi conciencia, traspasarla y echar de menos a alguien que no conocía. Ni siquiera estaba seguro de su existencia. Pero la sensación de una mirada siguiéndome no cesaba. 

Me marché a trabajar intranquilo, pero con el deseo extraño de querer seguir respirando aquel perfume a mi vuelta. Por fin el reloj marcó la hora del fin de turno, estaba hastiado de aquel trabajo con una panda de imbéciles por compañeros. Solo se salvaba Eduardo, un noble y buen tipo del cual me sentía orgulloso llamándolo amigo. Me despido de mis compañeros que me preguntan hipócritamente qué voy hacer el fin de semana, como si de verdad les importase. Miento y les digo que me voy de viaje, a Galicia. No sé por qué lo hago, pero les miento, total, no me importan. Ya se ha ocultado el sol y camino en dirección a mi hogar con la sensación extraña de no estar solo. Miro detrás de mí, pero no veo a nadie, sigo andando y la sensación no desaparece, volviendo ese olor que esta mañana me cautivó. Ya en casa se acentúan mis temores, se afianza la teoría de la compañía. Hay alguien o algo al cual no veo, solo lo huelo. Comienzo a alterarme, mis nervios se tensan como cuerdas de guitarra. Decido leer un poco, por supuesto nada de terror, pues mi sugestión ya estaba a tope. Me decido por uno de Terry Pracher y su loco “mundodisco”, reír es lo que necesito ahora. Enfrascado en la amena lectura vislumbro una sombra en la ventana, ¡en la ventana! Al mirar capto unos ojos que desaparecen en un parpadeo. Es imposible que hubiera nadie, vivo en un sexto piso. Tiro el libro a la cama y me asomo, aquello me estaba volviendo loco; miro fuera y solo veo gente, coches, todas marionetas tirados por hilos invisibles hacia sus destinos. El hilo de mi vida con Claudia se había partido, estallado en mil pedazos, sin posibilidad de arreglo. Absorto en mis pensamientos una corriente de aire en mi nuca me despierta de mis ensoñaciones. El corazón comienza a tocar el tambor dentro de mi pecho a un ritmo frenético. Tengo miedo, miedo real. Hay alguien detrás de mí, examinándome, mirándome de arriba a abajo, asustándome. Tenía la certeza de que al volverme no habría nadie, la nada más absoluta. Así hice y efectivamente no vi a nadie. Me largo. Me cambio de ropa y salgo fuera a tomar algo. Quise llamar a Eduardo, pero estaba de camino a Sierra María, era un montañero experto y esos días los iba a dedicar a recorrer una ruta dura aunque, según él, de las más bonitas. Agarré el móvil, sin que ningún teléfono me convenciera, así que solo, completamente solo, decidí salir. 

La extraña sensación me seguía, una vez hube entrado en el bar apenas disminuyó. Tres cervezas y una conversación banal con el camarero, estoy a punto de largarme cuando la veo. Morena, ojos grandes, bellos y penetrantes, labios carnosos, húmedos y sensuales; mirada misteriosa, curvas marmoleas. Sobresalía por encima de todas las mujeres del bar, pero nadie se acercaba, únicamente la miraban sin que nadie intentara hablar con ella; era inaccesible para cualquier hombre mundano. Llevaba unos pantalones de cuero negros, una camiseta de palabra de honor y mangas anchas, negra también, y un collar con un colgante rojo en su delgado cuello. El pelo le caía por los hombros, ondulado color azabache, y su boca, de un rojo carmesí imposible, jugaba con un trocito de hielo pequeño. Fue a pedir otra copa y me rozó el brazo, saltaron chispas. Intentaba buscar la frase que rompiera el hielo y además le agradara tanto como para iniciar una conversación. Pero de repente me detuve, aquella hermosa mujer desprendía aquel perfume, aquel olor extraño pero embriagador que respiré por la mañana en mi cama. La mujer coge su copa y al pasar a mi lado de nuevo, me sonríe, una sonrisa especial, como si ya me conociera. Pido otra cerveza necesitando el alcohol para reunir fuerzas y hablar con aquella mujer. Pierdo el rastro de su melena ondulada, de su perfume de mandrágora. Me marcho a mi hogar a soñar con su sonrisa. Dando vueltas de un lado a otro de mi cama de matrimonio, que cada vez se me antojaba más grande, creciendo como una laguna que amenaza con tragarse las casas de la costa, no paraba de pensar en ella. Miro al techo en la oscuridad de mi cuarto incapaz de dormir. Dirijo mi vista a la ventana y doy un respingo golpeándome la cabeza con el cabecero de madera. Tras el cristal vi una melena al viento. Increíble pero cierto, me levanto todo lo rápido que puedo, con la mano derecha en la cabeza dolida por el golpe, pero ahí fuera no hay nadie. Cierro y la sensación de soledad desaparece, vuelve aquel aroma y algo más, una sombra nueva, una silueta que no debería estar ahí. Al lado de la puerta cerrada de mi habitación se esconde alguien, o algo. Trato de ver en la oscuridad, donde disminuye mi sentido de la vista aumentando los demás, sobretodo el olfato; aquel agradable aroma se intensifica. Busco desesperadamente la luz, tengo la boca seca y me tiemblan las piernas, estoy muy nervioso y asustado. Enciendo la luz y se me abalanza, me agarra por las muñecas y me empuja a mi lecho tumbándose encima de mí. Sin medir palabra me muerde el cuello, con fuerza; milagrosamente no me duele, todo lo contrario; el mordisco me produce un hormigueo agradable, excitante, tanto que me provoca una erección que parece agradar al ser que está bebiendo de mí, pues se agita encima de mí jadeando. Me suelta una mano, confiada, como si supiera que aquello me gusta, en efecto, me encanta. Deslizo mi mano libre entre su pelo, liberando la cara que esconde su larga madeja. Veo solo su mandíbula que sigue succionando mi cuello, acaricio el suyo, es una mujer. Para mi sorpresa me deja libre, levanta su cabeza y me mira a los ojos ¡Es la chica del bar, la de la sonrisa! ¿Qué era, cómo, por qué yo? Mil preguntas inundaban mi cabeza que seguía ebria de aquel perfume y la sensación de su boca robando mi néctar. Me besó en los labios, yo la agarraba por la cintura, mientras volvía a mi cuello yo acariciaba su cuerpo, estaba frio, no me refiero a la piel helada que todas las mujeres poseen, esos pies fríos que en invierno, bajo las sábanas, te los pegan a los tuyos calientes, recorriéndote un escalofrío y preguntándote por qué lo hacen siempre. No, era otro tipo de frío, la palabra vampiro se encendió en mi mente como un cartel de neón anunciando un bar de copas. Ella o lo que fuera, no dejaba que le viera sus colmillos, o aquello con lo que me extraía la sangre. Pensé que moriría por un instante, mas la sensación era tan placentera que me daba igual. Agarré un mechón de su pelo y lo esnifé, no puedo describir aquel perfume de diosas, rara mezcla de azahar, tierra húmeda (como huele la lluvia en las primeras gotas), el olor de la piel de mi primer amor, agua de mar, fruta fresca; melón, fresas, mango, melocotón, el aire de una mañana de primavera…, el olor de los lápices cuando entras por primera vez a tu clase en el colegio, el chocolate recién hecho, el bizcocho en el horno, el pan tostándose. Era maravilloso. Mis ojos se nublaron y perdí el conocimiento. 

La oscuridad da paso a la luz. Despierto con hambre atroz, me siento débil. Desayuno lo primero que pillo, galletas, tostadas, toda la cafetera... Entonces percibo de nuevo aquella fragancia impregnada en mi camiseta, en mi cuerpo, incluso en mi paladar. La noche más misteriosa de mi vida. Como un borracho en plena resaca trato de recordar cada momento de la noche. No le encuentro explicación, cómo entraría en mi habitación, porque desecho la idea de que sea una vampiresa, estupidez que se me pasa por la cabeza al verme en el espejo. Dos semicírculos morados me saludan debajo de mis ojos. No tengo marcas en el cuello aunque a pesar de haber comido no me siento con fuerzas, como si me faltara algo. Todo era una locura, pero tan dulce… anhelaba volver a experimentar la misma sensación de la noche anterior. Nunca había sentido nada parecido, estaba muriendo, y a la misma vez me sentía más vivo que nunca, estaba atrapado en una extraña felicidad inmensa, estaba perdido en un éxtasis infinito. 

Mi fragilidad trasmutó en un cristal convexo que estallaba ante mí y cuyos cristales me cortaban irradiando paz en mis venas. Necesitaba verla otra vez, mujer, espíritu, vampiro, súcubo o lo que fuera. No me importaba perder la cabeza, que nadie me creyera pues nadie lo sabría jamás, que el ser de ojos verdes se llevara mi alma al infierno tampoco me quitaba el sueño pues, en el infierno, yo ya estaba. Todo era banal, nada me importaba salvo ella. Mi visitante nocturna. Cuando el sol dijo adiós sentí mi cuerpo estremecerse. La noche era mi aliada y como un alcohólico beber, yo la luz de la luna necesitaba sentir. La extraña visita se retrasaba, me comía las uñas de pura desesperación, no alcazaba a ver el momento deseado, su esencia se estaba difuminando tan rápido como mi paciencia. La llamé a gritos por la ventana, dos lágrimas lamieron mi cara. Pensé en saltar para comprobar si me salvaría. ¿Qué locura era aquella, qué me estaba pasando? Tumbado en mi cama trataba de ahogar mi desesperación, era inútil y balbuceaba solo como los dementes. Perdida ya mi fe en su regreso desee morir, no podría vivir otro día sin su abrazo. Mi lucha contra la soledad era doble, primero Claudia y ahora ese maravilloso ser de la noche. Demasiado para un hombre sin fe. Entonces sentí su presencia, su olor imperecedero, el misterio hecho carne, y qué carne. Me levantó sin usar sus brazos, elevada por encima del suelo me abrazó, su cuerpo desnudo mostró ante mí como en un largo sueño. Primero, y sin decir nada me mordió con un beso exquisito el labio, después bajó por mi pecho para luego clavar sus colmillos en mi pezón izquierdo, encima de mi corazón. Su lengua se deslizó hasta mi cuello, su hogar preferido. El clímax que tanto ansiaba volvió a inundarme como un torrente, como una marea arrasa un pueblo. La abracé con toda la fuerza que era capaz, no quería que se marchara, no quería desmallarme otra vez. Se limpió la sangre que marcaba la comisura de sus labios, regalándome de nuevo su lasciva sonrisa. Su piel era clara, blanca pero no pálida, rosada por los muslos y mejillas, sus pezones eran dos rosas perfectas, y la pose de su cuerpo augusto era propia de las diosas. Lentamente se acercó de nuevo a mí susurrándome una frase que jamás oí antes: “Si vuelvo de nuevo, morirás. ¿Es eso lo que deseas?” Entonces me percaté de su sombra, era rara, no era ella, era una especie de guadaña, larga y afilada. Su hoja llegaba hasta el techo, siniestramente curvada y alzada para mí. Todo cobró sentido entonces como una epifanía. Yo llamé a la muerte y la muerte vino a mí, regalándome un momento sublime, la parca me daba una última oportunidad, pero yo no deseaba otra cosa, estaba drogado de ella, un yonqui enganchado a sus visitas. Jamás podría vivir sin sentir aquel regalo que una vez abierto era imposible de cerrar. La muerte no pareció castigo, castigo era el no volver a verla, no volver a oler aquel perfume, embriagarme de su esencia. Morir era un placer si lo hacía entre sus brazos. 

Preferí morir a no volverla a ver. 


 

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