jueves, 25 de abril de 2013

EL LLANTO DEL LOBO





Este año el invierno estaba siendo más duro de lo normal. La cabaña donde vivía Carlos era una gigantesca bola de nieve. La puerta y un pequeño camino eran lo único que se distinguían del manto blanco. Estaba solo en el mundo y solo es como le gustaba estar. Bajaba de vez en cuando al bar y allí tras muchos tragos de vino discutía con los pueblerinos sobre ganadería, la caza y los lobos. El jamás había visto a ninguno, riéndose y burlándose de las historias de los demás sobre tales animales. La historia que más le gustaba era la del lobo fantasma. Según cazadores, borrachines y el anciano Antuan, el lobo fantasma era el lobo más viejo de aquellas montañas. Su pelaje blanco puro se camuflaba con la nieve, otorgándole una capacidad de sorpresa y una invisibilidad peligrosa y fatal. Nadie que lo haya visto ha vivido para contarlo. De lejos algunos afortunados han podido divisarlo en la lejanía, sus dientes amarillos, o rojos, si acababa de comer; y sus diabólicos ojos amarillos, deambulando por la nieve como un fantasma.
Esa historia le fascinaba, sobre todo por como la contaban, las caras que ponían los receptores y las afirmaciones de los narradores. Todos creían en el lobo fantasma. Algunos incluso juraban haberlo escuchado aullar, rápidamente gritaban otros que eso era mentira: si oyes el aullido del lobo fantasma es que viene a por ti. Estas muerto.
Carlos era un hombre que había visto mucho mundo. En todos los lugares de sus viajes existían leyendas siempre parecidas unas a otras.
Su trabajo de leñador le encantaba pero sus años iban pasándole factura, su espalda se quejaba, sus brazos perdían fuerza y rapidez. Su hacha cada vez era más pesada y menos dañina.
La mañana amaneció helada, con grados bajo cero y una nueva nevada en ciernes. El mango del hacha estaba frío como la nieve que caía del cielo. Por más que golpeaba su herramienta no conseguía calentarla. Su espesa y larga barba estaba cubierta de copos blancos, que junto a sus canas, le daban un aspecto navideño muy gracioso.
Él siempre trabajaba solo. Vendía la leña al mejor postor. Le arrendaban tierras, cuidándolas, cultivando y recogiendo el fruto para terratenientes. Era una vida dura, pero era la vida que él había escogido. Su único compañero era un pastor alemán, Aníbal, siempre fiel. Juntos caminaban horas por aquellas montañas de densa vegetación. Al llegar al bosque de los perdidos, como lo llamaban en el pueblo, Aníbal se puso nervioso, erizando su lomo, mostrando sus fauces como jamás lo había visto su dueño.
-¿Qué ocurre Aníbal, qué hueles amigo?                                                                      
El perro comenzó a ladrar, su fiereza iba transformándose poco a poco en pánico. Su dueño no lo reconocía. Carlos miró a su alrededor con detenimiento, casi memorizando aquel lugar copo a copo. Debajo de un gran nogal divisó lo que parecían unos ojos, vigilándoles. No eran humanos, quizás de algún animal, pero… no veía qué clase de animal. Todo era blanco y solo estaban esos ojos… Sería el lobo fantasma, el  lobo blanco al que nadie sobrevive. El leñador se acercó un poco más, quería verlo de cerca, comprobar si era real. Era como el leñador de los cuentos y su deber era matar al lobo. Pero… solo tenía un hacha, estaba en el territorio del lobo. No podía ganar. Entonces vio como el fantasma aulló. Bajo la cabeza y se relamió. Solo escucho el aullido, solo vio la lengua roja y sus ojos misteriosos. Su perro fiel estaba muerto de miedo, su perro que se había enfrentado a un puma en México, a unos ladrones en Florencia, a un jabalí en Córdoba. Qué sería aquel ser.



Ya en su casa calmó a su perro. Habían visto al lobo fantasma y estaban vivos para contarlo. Preparó su rifle de caza, un Winchester auténtico. Su machete siempre iba con él pero su fiel perro esta vez se quedaría en casa. Saldría temprano a matar al lobo blanco, sería famoso y su hazaña la narrarían después de muerto, de generación en generación. Por fin una leyenda era cierta, y él quería ser el atrapa-leyendas.
La noche se hizo eterna, Aníbal no paraba de ladrar y de vez en cuanto se escuchaba un aullido, no era de su fiel compañero, no. Eran del lobo blanco.  En la cama soñaba en la forma de cazarlo, de engañarlo. Los aullidos de repente sonaron más cerca. Aníbal dejó de ladrar. Un golpe seco resonó en la noche. Carlos sabía que su perro estaba en peligro, lo sentía. Sentía el aliento del lobo fantasma en su propia casa. Abrió el portón del garaje con estrépito. Aníbal estaba allí, tirado inerte sobre su manta, con la garganta destrozada. Carlos pidió perdón a su amigo mientras sus botas se manchaban en el charco escarlata de sangre. Lleno de ira y furia salió a la intemperie con su fusil y su machete. La nieve no descansaba en aquel lugar y seguía cayendo. Carlos entrecerró los ojos intentando ver al asesino de su fiel Aníbal. Estaba rabioso, salir de noche a por una bestia como aquella era una temeridad, una locura. Aunque llevara un Winchester. Estaba nevando y no lograba verlo. Todo era blanco o negro, negro… un palpitó sacudió el corazón de Carlos como un boxeador golpea su saco. De noche era más fácil visualizar al lobo blanco, la negrura delataría el pelaje albino del cruel can. Siguió el rastro de huellas hasta un montículo de nieve, cargó el arma y se preparó para disparar. Sin aviso se escuchó un aullido que ponía los pelos de punta. No mostraba rabia, ni agresividad, era como un canto, un lamento.
Carlos estaba solo, solo en el mundo, su único compañero era su pastor alemán, y ahora ya no estaba. La tensión de su cuerpo era tal que el frío de la noche ni siquiera lo sentía. Un montículo de nieve se alzaba detrás de él, unos ojos se abrieron en la blancura, el leñador giro la cabeza, paralizado por la visión, no logró moverse, el lobo saltó rompiendo su escondite de nieve, una figura blanca se abalanza sobre su cazador clavándole las garras en los hombros y mordiéndole en el pecho. Carlos ha perdido su rifle, la nieve le ha golpeado los ojos y no puede abrirlos aunque sabe lo que tiene encima, un lobo de 100 kilos de peso. Su machete es su salvación, está en su cinturón. El lobo busca su cuello, Carlos su cuchillo, lograr abrir el cierre y agarra la empuñadura. El fantasmal can consigue meter su hocico entre la mandíbula del cazador y su clavícula pero Carlos saca su machete, el lobo parece adivinar sus intenciones y se aparta, la hoja del cuchillo no logra clavarse en la carne de la bestia pero lo hiere, un buen corte brota del costado derecho del lobo manchando su pelaje albino y la nieve de rojo oscuro.
Ambos están malheridos, sus miradas se cruzan, están preparados para el segundo asalto. La sangre de ambos tiñe el blanco suelo.
El leñador observa al lobo, no tiene manada, quizás sea el único de esta zona, quizás del país. Es una leyenda. Carlos se acuerda de su perro, lo podía haber evitado, podía haber salido de aquel maldito bosque cuando Aníbal trató de decírselo. Está solo como el lobo. Un fantasma que vaga por el mundo. Un nómada solitario y con el carácter agrio. Tenían muchas cosas en común, la edad, las heridas, el valor, la fuerza, y ambos estaban solos. Entonces una epifanía envolvió la mente de aquel hombre decidido:
 Tanto el lobo fantasma como yo, no hemos escogido la soledad, la soledad nos ha escogido a nosotros, lo único que nos distingue, es que yo me acabo de dar cuenta.
                                                                      

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