Resoplando, tratando de coger aire sonreía mientras ella se
acurrucaba en su regazo. Él no la rehuyó y alargó su brazo para abrazarla con
éste. Este simple gesto haría que la chica lo recordara muy bien siempre, no
solo porque hubiera sido un buen polvo. Él quería limpiarse, quitarse aquel
plástico horrible que debes de ponerte para no pillar vete tú a saber qué. Pero
así era él, condescendiente, no corría tras ellas pero sí las cuidaba y mimaba
hasta que se marchaban. Aunque fueran amores de una noche, así lo prefería él,
las trataba como a su primer amor. Así creía que debía de ser. Había perdido la
cuenta pero no sus nombres, ninguno; lo que sí había perdido era peso y ganado
transaminasas. Su corazón era una coraza de acero pero quería a todo el mundo
cercano en su vida, pero sin inmiscuirse demasiado en los problemas de los
demás. Hasta que la conoció, hasta que descubrió a su amor platónico. Era una estudiante de español, fría como su
país natal, de duras palabras y comentarios incisivos. De ojos enormes y boca
de fresa. El sol apenas había lamido su piel blanca como la nieve, que adornaba
con cuero y medias negras como su largo y lacio cabello moreno. Era un amor
platónico, un amor imposible pues entre ellos se erigía un muro invisible pero
latente. No solo la diferencia de edad, sino las circunstancias que la habían
empujado a viajar a España, sus maletas abstractas cargadas de problemas que
pesaban como montañas, anidados en su mente y deformando su vida en detrimento
de ella. Pero cada día él anhelaba ir a darle clases, hablar con ella, mirar
sus ojos que eran un lago estigio, oler su perfume penetrante imposible de olvidar.
Cada día soñaba con estar con ella, y cada noche la buscaba entre jadeos de
mujeres bellas pero que no eran la joven estudiante. En el alcohol tampoco
hallaba los besos con los que tan solo se atrevía a imaginar, abrazada a él,
callada como siempre, pero intensamente mirándolo, como en clase.
Ella lo amaba, a su manera; él también, casi ciegamente. Pero
era imposible. Ella era un iceberg, lo último que verías mientras te hundes en
el mar tras chocar con su dureza helada. No era cercana pero atrayente, no era
cariñosa pero incitaba a serlo con ella, no era ardiente pero simulaba serlo. No
era virgen, pero tampoco pidió dejar de serlo. Un secreto contado al final de
clase, estando los dos solos, quizás sabiendo que su profesor se estaba
enamorando de ella. Era joven pero jodidamente lista. Inteligente, culta; lo tenía
todo pero no tenía nada. El profesor estaba totalmente superado por la
situación. Solo podía amarla en secreto, en la distancia, en lo platónico, en
lo imposible. Porque era imposible. Una tarde, lluviosa, fría, de viento
violento y cortante, típico del país de origen de la chica misteriosa, ésta no
se presentó. No solía faltar a clase y el profesor sintió una punzada en el
pecho; estaba seguro de que ya no la vería más. Así fue.
Le dolía su ausencia, su marcha sin decir nada, sin un adiós.
En la noche creía verla, una melena azabache cruzando la calle, una sonrisa al
fondo de un bar oscuro de música melodiosa y pesada, tras el tubo de cristal de
su White Label con agua.
Abrazado a las caderas de una rubia fogosa pero con un tono
de voz molesta, soñaba despierto con la estudiante de español. Soñaba con su
olor, y tenerlo prendido en el cuerpo como ahora tenía el sudor y algo más de aquella
rubia de curvas propias de chica playboy.
Sonrío y abrazó a aquella mujer exhausta por el esfuerzo. Le
acarició el pecho y luego aquel manjar que guardaba entre los muslos,
suavemente, tomándose su tiempo. Carpe diem, se decía a si mismo <Carpe diem>
Pero al amanecer, su cuerpo desnudo frente a la ventana y su
alma que desnudó tan pocas veces, soñaban con el amor platónico, con el amor
imposible. Con el misterio de sus ojos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario