jueves, 14 de marzo de 2013

IMPOSIBLE



Resoplando, tratando de coger aire sonreía mientras ella se acurrucaba en su regazo. Él no la rehuyó y alargó su brazo para abrazarla con éste. Este simple gesto haría que la chica lo recordara muy bien siempre, no solo porque hubiera sido un buen polvo. Él quería limpiarse, quitarse aquel plástico horrible que debes de ponerte para no pillar vete tú a saber qué. Pero así era él, condescendiente, no corría tras ellas pero sí las cuidaba y mimaba hasta que se marchaban. Aunque fueran amores de una noche, así lo prefería él, las trataba como a su primer amor. Así creía que debía de ser. Había perdido la cuenta pero no sus nombres, ninguno; lo que sí había perdido era peso y ganado transaminasas. Su corazón era una coraza de acero pero quería a todo el mundo cercano en su vida, pero sin inmiscuirse demasiado en los problemas de los demás. Hasta que la conoció, hasta que descubrió a su amor platónico.  Era una estudiante de español, fría como su país natal, de duras palabras y comentarios incisivos. De ojos enormes y boca de fresa. El sol apenas había lamido su piel blanca como la nieve, que adornaba con cuero y medias negras como su largo y lacio cabello moreno. Era un amor platónico, un amor imposible pues entre ellos se erigía un muro invisible pero latente. No solo la diferencia de edad, sino las circunstancias que la habían empujado a viajar a España, sus maletas abstractas cargadas de problemas que pesaban como montañas, anidados en su mente y deformando su vida en detrimento de ella. Pero cada día él anhelaba ir a darle clases, hablar con ella, mirar sus ojos que eran un lago estigio, oler su perfume penetrante imposible de olvidar. Cada día soñaba con estar con ella, y cada noche la buscaba entre jadeos de mujeres bellas pero que no eran la joven estudiante. En el alcohol tampoco hallaba los besos con los que tan solo se atrevía a imaginar, abrazada a él, callada como siempre, pero intensamente mirándolo, como en clase.

Ella lo amaba, a su manera; él también, casi ciegamente. Pero era imposible. Ella era un iceberg, lo último que verías mientras te hundes en el mar tras chocar con su dureza helada. No era cercana pero atrayente, no era cariñosa pero incitaba a serlo con ella, no era ardiente pero simulaba serlo. No era virgen, pero tampoco pidió dejar de serlo. Un secreto contado al final de clase, estando los dos solos, quizás sabiendo que su profesor se estaba enamorando de ella. Era joven pero jodidamente lista. Inteligente, culta; lo tenía todo pero no tenía nada. El profesor estaba totalmente superado por la situación. Solo podía amarla en secreto, en la distancia, en lo platónico, en lo imposible. Porque era imposible. Una tarde, lluviosa, fría, de viento violento y cortante, típico del país de origen de la chica misteriosa, ésta no se presentó. No solía faltar a clase y el profesor sintió una punzada en el pecho; estaba seguro de que ya no la vería más. Así fue.

Le dolía su ausencia, su marcha sin decir nada, sin un adiós. En la noche creía verla, una melena azabache cruzando la calle, una sonrisa al fondo de un bar oscuro de música melodiosa y pesada, tras el tubo de cristal de su White Label con agua.

Abrazado a las caderas de una rubia fogosa pero con un tono de voz molesta, soñaba despierto con la estudiante de español. Soñaba con su olor, y tenerlo prendido en el cuerpo como ahora tenía el sudor y algo más de aquella rubia de curvas propias de chica playboy.

Sonrío y abrazó a aquella mujer exhausta por el esfuerzo. Le acarició el pecho y luego aquel manjar que guardaba entre los muslos, suavemente, tomándose su tiempo. Carpe diem, se decía a si mismo <Carpe diem>

Pero al amanecer, su cuerpo desnudo frente a la ventana y su alma que desnudó tan pocas veces, soñaban con el amor platónico, con el amor imposible. Con el misterio de sus ojos.

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