El sendero lo conocía de memoria.
Tocaba siempre con la mano la señal de madera que indicaba por donde se dirigía
la ruta. La primera vez que anduvo por esos caminos se equivocó, saltándose la
señal y guiando al grupo que le acompañaba en una ruta de máximo nivel. Ahora lo
recuerda sonriendo, pero fue una imprudencia. Se detiene a comer en la mesa de
madera del refugio donde talló su nombre junto al de ella; lo hizo con la
navaja de su padre, una automática que le acompaña siempre en sus viajes a la
montaña. Emprende la marcha a desgana, va solo y tiene tiempo a pararse a
mirar, a escuchar. El rumor del bosque le habla, él piensa que es algo mágico,
un sonido que el hombre ha silenciado casi por completo.
Tras una hora de caminata se
detiene en una roca saliente, que corona el cerro, última etapa antes de
alcanzar el pico más alto de la montaña. Desde allí fotografía el camino
andado, las cumbres nevadas, el horizonte. Se queda dormido, relajado
con el silencio, con la tranquilidad de estar completamente solo, ninguna
persona cerca. Su única compañía es una Lavandera, o Pajarica de las nieves, un
pájaro que saltito a saltito ha llegado con cautela al lugar donde han caído las
migas de pan.
Tumbado en la roca observa el
movimiento impasible de las nubes; está tranquilo, no echa en falta nada. Oye sus
pensamientos y en su interior ya no suenan los demonios, pero sigue sin saber
porque ha venido.
La montaña le regala la visita
inesperada de una cabra montesa de imponentes cuernos, parece estar posando
para la foto.
Reanuda la marcha y se encuentra
con un gran nevero. No tiene piolet, pero confía en el bastón de senderismo. Gran
error. Con cautela y con el bastón en la derecha, donde se encuentra la
pendiente y posible caída hacia abajo, cruza lentamente; está apunto de cruzar
al otro lado, la nieve no está demasiado dura y las botas se clavan bien en
ella. Un traspié le hace caer, en mitad del nevero clava el bastón que se dobla
pero frena la caída. Rueda hacia tierra firme pensando en cómo volver a
cruzarlo cuando baje de vuelta. Pero no sabe que no habrá tal vuelta.
Comienza a divisar la cumbre
deseada. Su crampones son viejos y están estropeados, su bastón doblado y no
lleva el indispensable piolet, pero necesita llegar. Llegar a esa cima para el
significa alcanzar una meta, para imponerse otra. Quiere aclarar sus ideas
probándose a sí mismo, como si la cima fuera ella, su futuro, su vida.
El viento arrecia, sus piernas están
cansadas, su espíritu no. Solo le falta ascender por otro nevero y habrá llegado.
En la cima ve visiones febriles, su corazón se acelera. Clava las manos en el
hielo, los guantes comienzan a empaparse por dentro, sus botas resbalan, a un
crampón le faltan dientes y no se clava bien. Ya casi lo tiene, casi alcanza su
meta ¿y si la cabra era el mismísimo
satanás, listo para recibirte en el infierno? Tras este extraño pensamiento
su mano se lleva tras de sí un trozo de hielo que vuela en el aire golpeándole
la rodilla, en su pierna de apoyo, su cuerpo cae, cae y cae sin posibilidad de
frenar su descenso endiablado y terrorífico. Malherido levanta la cabeza, al
fondo unos cuernos desaparecen en la nieve, un objeto rojo como fuego reluce en
la blancura, es un piolet, el de ella. El mismo piolet que usó para marcar sus
nombres en la mesa de madera.
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