Estoy de pie, algo nervioso. Una
gran alegría y euforia recorre mi cuerpo, como un arqueólogo que ha encontrado
por fin su tesoro. Es un edificio antiguo y el nombre de ella aparece en el
buzón del 3º B, un buzón viejo y desgastado que se abre al menor tironcito. Su
domicilio me ha costado encontrarlo más de un año.
Día tras día pensando qué le
diría al verla, si ella me reconocería o ni siquiera me abriría la puerta. Pero
aquí estoy. Con mi borrador y una carta de la editorial “Crisol” para
publicarlo. Ansioso por contárselo y decirle que ella es parte del fruto. Con
la esperanza de que no hubiera dejado su casa y marchado a otra ciudad. Ella
nació y vivió en Pamplona, pero viajó hasta Almería con su querida madre para
trabajar de profesora, profesión que ejerció en mi añorado colegio Azcona. Su
madre murió hace veinte años y aún recuerdo aquel día como si fuese ayer.
Estábamos haciendo el dictado de los martes y mi compañero Agustín, que se
sentaba enfrente de mí, intentaba que me equivocara lanzándome trocitos de goma
y dándome pataditas en la espinilla. Toda la clase se interrumpió cuando el
director entró abriendo la puerta sin pedir permiso y se dirigió hacia nuestra
maestra con cara de circunstancia y le habló tan bajito que ni siquiera la fila
de delante consiguió oír nada. Cuando el director terminó de hablar, mi querida
profesora levantó la cabeza y nos miró como si fuéramos sus hijos. Su mano
apretaba una cadenilla que colgaba de su cuello. Sus ojos tenían un brillo
triste que se vislumbraba incluso detrás de sus grandes gafas marrones. Sin
decirnos nada salió de la clase acompañada por el director, cambiando la mano
de la cadenilla a su boca que comenzaba a temblar tímidamente.
El dictado que sostenía estaba
empezando a absorber el sudor de mis manos. A mí nunca me sudaban, sólo cuando
estaba nervioso.
La puerta del edificio, enorme y
vieja como todo el bloque, se alzaba imponente delante de mi cara como una
montaña frente al escalador. El portero automático situado a mi derecha me
intimidaba más que los exámenes de mi profesora favorita. No hacía calor pero
mi borrador estaba mojado debido al sudor de mis manos.
Una niña de pelo castaño y
graciosas coletas lo usa ¡¡Riiinnnnng!!
Se acaba el recreo. Todos nos preguntamos que le habrá dicho el director
a nuestra profesora. Al volver a clase no hay rastro de ella y sí del director
que nos habla:
-Vuestra profesora se ha tenido
que marchar por motivos familiares.
Estuvimos con sustitutos unos dos
meses. Tiempo suficiente para darnos cuenta que nuestra profesora era con mucha
diferencia la mejor. Nos hacía leer y leíamos cada vez más. Por suerte mi madre
ya me inculcó tan grata costumbre y leía cada día. Nuestra profesora nos enseñó
a amar la naturaleza, a no desaprovechar ni una hoja de papel. De su mano
descubrimos la poesía pues no solo la estudiábamos sino también la
inventábamos.
Consiguió que alumnos atontados
por la tele en pleno auge de las nuevas cadenas de televisión usaran la, a
veces olvidada, imaginación.
La imaginación era de mis pocas
cualidades, la mejor. No era un crack jugando al fútbol, ni mis notas eran las
mejores, ni el más gracioso, ni siquiera por el que suspiraban las niñas (por
mucho que mi madre dijera que era el niño más guapo del colegio) pero una hoja
en blanco era para mí un universo nuevo donde crear.
Ella siempre me ha recordado a un
gigante con su zancada kilométrica y siempre con prisas. Con un libro siempre
en el bolso y en ocasiones manchas de pintura en sus manos, pues el óleo era su
otro amor; la recuerdo con cariño casi
maternal. Y aún guardo sus dibujos como
tesoros de un tiempo que no volverá por mucho que los vea y revea.
La niña de las coletas que me
recuerda a mi hermana, morena, gordita y con cara de ser más lista que yo,
entra corriendo al portal dándome la oportunidad que ansiaba para entrar sin
tener que pasar por el trago del telefonillo y su más que difícil diálogo a
través de su deficiente sonido. Subo las escaleras nervioso, mojando cada vez
más el borrador. En la fachada de la puerta del 3ºB leo su nombre: Luz. Llamo
al timbre pero no es ella quién abre la puerta sino alguien mucho más joven.
-¿Quién eres?
- ¿Doña Luz, profesora de EGB?
- Si, pasa; pero no te va a
conocer.
Yo entré como si no la hubiera
escuchado, ¿cómo no iba a conocer a uno de sus alumnos preferidos, el que la
hizo llorar con una poesía?
Ella estaba sentada en un sillón
que tendría más años que yo. Alzó la mirada para verme y al ver su cara me
alegré pues me sonrió y extendió los
brazos.
-¿Ya has vuelto de viaje Alfredo?
-Co-como dice, no-no sé quién es
Alfredo.
La desilusión se apoderó de mí
ser. La tristeza se clavó en mi corazón como un puñal. No me había reconocido.
-Tiene Alzheimer, desde hace un
año.-Dijo la extraña que me abrió la puerta y que por su aspecto físico podría
ser la hija de mi querida profesora.
- Claro...
La habitación me asfixiaba,
quería salir corriendo de allí. Me zafé de mi profesora con un triste beso y un
hasta luego falso. No quería volver allí. No quería ver a mi modélica profesora
con su brillante mente formateada como el disco duro de un ordenador. Años de esquisita experiencia perdidos como las hojas amarillas en otoño. No lo
podía aguantar. No quería ver que era cierto.
Cuando llegué a la calle respiré y una lágrima cayó en el borrador que
ya estaba más que mojado por el sudor de mis nerviosas manos. La última hoja
era la que peor estaba y solo se podía leer la dedicatoria:
A las personas que han dado luz a
mi oscuridad.
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