martes, 5 de febrero de 2013

JUGANDO CON LUZ



Estoy de pie, algo nervioso. Una gran alegría y euforia recorre mi cuerpo, como un arqueólogo que ha encontrado por fin su tesoro. Es un edificio antiguo y el nombre de ella aparece en el buzón del 3º B, un buzón viejo y desgastado que se abre al menor tironcito. Su domicilio me ha costado encontrarlo más de un año.
Día tras día pensando qué le diría al verla, si ella me reconocería o ni siquiera me abriría la puerta. Pero aquí estoy. Con mi borrador y una carta de la editorial “Crisol” para publicarlo. Ansioso por contárselo y decirle que ella es parte del fruto. Con la esperanza de que no hubiera dejado su casa y marchado a otra ciudad. Ella nació y vivió en Pamplona, pero viajó hasta Almería con su querida madre para trabajar de profesora, profesión que ejerció en mi añorado colegio Azcona. Su madre murió hace veinte años y aún recuerdo aquel día como si fuese ayer. Estábamos haciendo el dictado de los martes y mi compañero Agustín, que se sentaba enfrente de mí, intentaba que me equivocara lanzándome trocitos de goma y dándome pataditas en la espinilla. Toda la clase se interrumpió cuando el director entró abriendo la puerta sin pedir permiso y se dirigió hacia nuestra maestra con cara de circunstancia y le habló tan bajito que ni siquiera la fila de delante consiguió oír nada. Cuando el director terminó de hablar, mi querida profesora levantó la cabeza y nos miró como si fuéramos sus hijos. Su mano apretaba una cadenilla que colgaba de su cuello. Sus ojos tenían un brillo triste que se vislumbraba incluso detrás de sus grandes gafas marrones. Sin decirnos nada salió de la clase acompañada por el director, cambiando la mano de la cadenilla a su boca que comenzaba a temblar tímidamente.
El dictado que sostenía estaba empezando a absorber el sudor de mis manos. A mí nunca me sudaban, sólo cuando estaba nervioso.

La puerta del edificio, enorme y vieja como todo el bloque, se alzaba imponente delante de mi cara como una montaña frente al escalador. El portero automático situado a mi derecha me intimidaba más que los exámenes de mi profesora favorita. No hacía calor pero mi borrador estaba mojado debido al sudor de mis manos.
Una niña de pelo castaño y graciosas coletas lo usa ¡¡Riiinnnnng!!

  Se acaba el recreo. Todos nos preguntamos que le habrá dicho el director a nuestra profesora. Al volver a clase no hay rastro de ella y sí del director que nos habla:
-Vuestra profesora se ha tenido que marchar por motivos familiares.
Estuvimos con sustitutos unos dos meses. Tiempo suficiente para darnos cuenta que nuestra profesora era con mucha diferencia la mejor. Nos hacía leer y leíamos cada vez más. Por suerte mi madre ya me inculcó tan grata costumbre y leía cada día. Nuestra profesora nos enseñó a amar la naturaleza, a no desaprovechar ni una hoja de papel. De su mano descubrimos la poesía pues no solo la estudiábamos sino también la inventábamos.
Consiguió que alumnos atontados por la tele en pleno auge de las nuevas cadenas de televisión usaran la, a veces olvidada, imaginación.

La imaginación era de mis pocas cualidades, la mejor. No era un crack jugando al fútbol, ni mis notas eran las mejores, ni el más gracioso, ni siquiera por el que suspiraban las niñas (por mucho que mi madre dijera que era el niño más guapo del colegio) pero una hoja en blanco era para mí un universo nuevo donde crear.


Ella siempre me ha recordado a un gigante con su zancada kilométrica y siempre con prisas. Con un libro siempre en el bolso y en ocasiones manchas de pintura en sus manos, pues el óleo era su otro amor; la recuerdo  con cariño casi maternal.  Y aún guardo sus dibujos como tesoros de un tiempo que no volverá por mucho que los vea y revea.

La niña de las coletas que me recuerda a mi hermana, morena, gordita y con cara de ser más lista que yo, entra corriendo al portal dándome la oportunidad que ansiaba para entrar sin tener que pasar por el trago del telefonillo y su más que difícil diálogo a través de su deficiente sonido. Subo las escaleras nervioso, mojando cada vez más el borrador. En la fachada de la puerta del 3ºB leo su nombre: Luz. Llamo al timbre pero no es ella quién abre la puerta sino alguien mucho más joven.
-¿Quién eres?
- ¿Doña Luz, profesora de EGB?
- Si, pasa; pero no te va a conocer.
Yo entré como si no la hubiera escuchado, ¿cómo no iba a conocer a uno de sus alumnos preferidos, el que la hizo llorar con una poesía?
Ella estaba sentada en un sillón que tendría más años que yo. Alzó la mirada para verme y al ver su cara me alegré pues  me sonrió y extendió los brazos.
-¿Ya has vuelto de viaje Alfredo?
-Co-como dice, no-no sé quién es Alfredo.
La desilusión se apoderó de mí ser. La tristeza se clavó en mi corazón como un puñal. No me había reconocido.
-Tiene Alzheimer, desde hace un año.-Dijo la extraña que me abrió la puerta y que por su aspecto físico podría ser la hija de mi querida profesora.
- Claro...

La habitación me asfixiaba, quería salir corriendo de allí. Me zafé de mi profesora con un triste beso y un hasta luego falso. No quería volver allí. No quería ver a mi modélica profesora con su brillante mente formateada como el disco duro de un ordenador. Años de esquisita experiencia perdidos como las hojas amarillas en otoño. No lo podía aguantar. No quería ver que era cierto.  Cuando llegué a la calle respiré y una lágrima cayó en el borrador que ya estaba más que mojado por el sudor de mis nerviosas manos. La última hoja era la que peor estaba y solo se podía leer la dedicatoria:

              A las personas que han dado luz a mi oscuridad.

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