viernes, 8 de febrero de 2013

¿Qué extraña magia hay en un beso?



¿Qué extraña magia hay en un beso? ¿Qué fuerzas se desatan cuando dos bocas se juntan en una? Eso mismo se preguntaba el camarero treintañero que viajaba sin maletas de barra en barra. Entre cafés y copas pasaba sus tardes, dormía de pie sus noches, perdiéndose la vida de las mañanas, viviendo sin días, al calor de la luna; el sol solo lo disfrutaba al amanecer, cuando su cuerpo llamaba a gritos esa cama de horarios vespertinos. Su reflejo fugaz en las botellas de la estantería detrás de la barra mostraban los golpes de aquel duro trabajo. Siempre con una sonrisa en la cara, mirada penetrante y fluida conversación, sobre todo si es de música, movimientos casi felinos; la barra era su hábitat. Le dolían los pies, la espalda, empezaba a apagarse la resaca de ayer, pero no el dolor de su rodilla maltrecha. Pero todo se esfumaba, nada sentía cuando ella entraba por la puerta. Y esa noche no iba a ser distinta. Algo por dentro de su pecho se removía cuando la silueta de esa mujer entraba por su bar. Ella se dirigía a él, sonriente, mirándolo a los ojos, casi suplicando saltar la barra y besarlo allí mismo, sin compasión. Al camarero le encantaba su vestido ceñido, su pelo suelto, sus manos tocando las suyas al pedir una cerveza. Cuando aquellas uñas acariciaban su cuello su entrepierna despertaba de su letargo, y las horas se hacían eternas hasta quedar los dos a solas con sus pasiones. Algo más que sexo se traspiraba en aquella habitación, dos volcanes creando un nuevo mundo, el choque de placas que emergía montañas y sepultaba pueblos. Abrazos que duraban toda la noche, labios cortados, arañazos de placer, morir dulcemente para volver a empezar de nuevo.
La misma pregunta volvía a su cabeza mientras colocaba el hielo en la copa de Four Roses.  ¿Qué extraña magia hay en un beso? Que le hace a uno olvidar sus problemas, el pasado, el futuro, perecer en aquel grato presente. Era una droga distinta, sin daños ni resaca, no tenía precio ni al principio ni al final. Besar. Besarla. No pensaba en otra cosa. Tampoco así lo quería, soñando despierto con la mañana y ella en sus brazos.
El tequila hizo acto de presencia. La hora de los chupitos presagiaba el punto álgido de la noche, el momento clave donde se parlamentaba los designios de esa marcha; o perdías la cabeza ignorando el reloj o te volvías a casa e echarte en brazos de Morfeo.
Ella estaba animada, bailando y bebiendo, conversando con toda persona que se acercaba a ella, reina de la noche. Su mirada jamás perdía de vista a su camarero favorito que no tocaba el suelo cuando sus ojos descubrían los de ella.
Tocaba echar el cierre de aquel bar con toque de queda. Limpiaba con rapidez pero de forma eficaz, esa que solo te dan los años de experiencia.  Escuchaba la Creedance de fondo, con alguna de Triana. Ahora era dj para él mismo, grato placer. Un mensaje al móvil de ella era suficiente para hacerlo sonreír, un beso y sería feliz. Echaba el candado a la vieja puerta de hierro, algún vecino se habrá despertado. El camarero estaba cansado, sentía el frío de la noche en su cuerpo, aumentando aquel dolor en su rodilla de futbolista retirado. Daba igual, ni siquiera un dolor de muelas le alejaría de ver a la gran dama de sus noches. Daban igual las otras chicas, daba igual el dolor, solo volver a repetir aquellos besos de otro planeta. Aquella sensación que creía olvidada, sepultada bajo escombros de tristeza y recuerdos que se fueron con los rayos del sol en verano. Todo lo curaba su boca,  aquellos besos mágicos. Tenía vértigo, sí, pero le encantaba tirarse al vacío, llevaría paracaídas.  Siempre habrá otra boca que besar, otra playa donde naufragar, otro abismo al que saltar. En el coche está ella, de vuelta del pub de moda. Abrazados, lamen sus heridas, dichosos de haberse encontrado. Y mañana… será otro día, se dice para sí el camarero treintañero.  ¿Qué extraña magia hay en un beso?

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