EL VIAJERO
CAPÍTULO 2 PARTE 4
4
Dori miraba la plaza del
pueblo vacía. No le gustaba verla así, por eso se alegró un poco de que al
menos hubiera una persona asomada en uno de los balcones del hostal de Claudia.
Dori era agricultora, vendedora, madre, empresaria y camarera; además de una
fan de Stephen King y Almudena Grandes. Por la mañana recogía los frutos que le
daban su huerta, tomates, lechugas, nabos, coles, habas, etc. Entre ella y su marido, Adrián, cuidaban de
su tierra, de más de cien olivos y una treintena de almendros. También hacían
aceite y mermelada de pimientos. Todo ese esfuerzo en la tierra, el producto
del trabajo hecho con el sudor de sus frentes felizmente casadas, lo
aprovechaban como materia prima de su humilde bar, situado justo en la plaza
del pueblo y donde mejor fin tenían tan sanos alimentos. A pesar de su aparente
felicidad, del trabajo conjunto de ella y su marido, Dori no era feliz. Miraba
a su marido, aún con deseo, pero éste no parecía corresponderle tan ardiente
como antes, ni siquiera un poco como antes, ni una pizca. Entrada en años y
carnes, Dori portaba orgullosa una melena castaña rizada natural que le daban
un aspecto de leona. No había un mote que mejor la definiera, por eso a ella no
le importaba que la llamaran “La Leona”. No solo por su aspecto, tenía carácter,
estricta madre, protegía a su familia con tenacidad; y por qué no decirlo, con
ferocidad. Se decía que era ella “quien llevaba los pantalones en casa”. Ella
luchaba contra esa frase machista aludiendo que los dos trabajaban por igual y
las decisiones eran mutuas y consensuadas. Pero lo cierto es que ella,
testaruda y mandona, aunque al principio debatía con su marido todo, era la que
portaba la voz cantante, Adrián callaba y solo contestaba con un insulso
movimiento de hombros arriba y abajo, y Dori se convirtió lenta pero
inexorablemente en la Dama de Hierro de su casa.
“Dori tenía el bar vacío,
como casi todas las tardes entre semana a esa hora. A las nueve comenzaba el
“chorrillo” de gente, que, aunque no era mucha, lo suficiente para pagar la luz
del día y no morir de aburrimiento total. En aquella hora muerta “La Leona”
gustaba de sentarse en una silla y leer. Pero advirtió la presencia de un
huésped nuevo y ya solo podía imaginar el porqué de la visita a aquel lugar
perdido, aquel pueblo cuyo nombre apenas aparece en los mapas de carretera,
aquel pueblo que no encuentras en el Google Maps. Era una escritora frustrada,
o eso creía ella, pero lo cierto es que nunca se sentó a escribir, solo
imaginaba, imaginaba, sin llegar a juntar jamás las palabras en una hoja en
blanco. La luz de la habitación del visitante se apagó. Dori recordaba como
trataba de hacer entender a Claudia que aquel hostal sería su ruina. Una cosa
era un bar, del que puedes vivir de la gente del pueblo, por poca que sea, y
otra cosa era un hostal; no solo por la inversión, sino por el pueblo, por
aquel pueblo perdido de la mano de dios, por querer montar un negocio turístico
en un sitio que está desaparecido, enclavado en una sierra donde a pesar de
haber centenares de kilómetros de carretera jamás verás un cartel indicativo de
La Aldeilla.
- ¿Está abierto?
-Pues claro, los
trescientos sesenta y cincos días del año. Pase, pase. –Dori suponía que aquel hombre treintañero
sería el mismo que estaba hace un momento asomado al balcón del hostal de
Claudia-. ¿Qué va a tomar?
-Pues una cervecita,
porque vaya día…
- ¿Problemas?
-Sí, no se ofenda, pero
quedarse tirado con el coche por estas carreteras es un auténtico problema. Y
gracias que estaba este hostal aquí. Yo incluso desconocía que existiera este
pueblo, de hecho no sale en mi GPS. Hasta pensaba que me estaba engañando el de
la grúa.
-Esto es el culo del
mundo, chico. Pero a que es bonito.
-Sí, de eso no hay duda.
-Y la dueña del hostal
también, ehh. –Dori vendía muy bien a Claudia, a veces demasiado bien, pensaba ésta. José María sonrió.
-Es un encanto de mujer.
Aparte de guapa claro.
-Y soltera. –Dori le
acercó la caña.
- ¿Está haciendo usted de
Celestina? –JM dio un buen trago y le pidió otra con un gesto de la mano y el
dedo índice.
-Dios me libre. Yo solo
doy información, y si se llegan a casar pues que me inviten a la boda y al
convite. –Las carcajadas inundaron el bar.
- ¿Quiere algo de comer?
–Dori servía la segunda caña, la primera apenas duró un par de sorbos.
-Sí por favor. Es lo que
falta al hostal, una cafetería, un bar. –Dori hizo un gesto con la mano,
levantó el dedo índice como queriendo advertir al cliente de sus palabras.
-De eso nada. Es un acuerdo.
Ella no puede afrontar ese gasto, montar un bar, por eso me manda sus clientes
a mí y yo le mando los pocos clientes que entran a mi bar que no tienen donde
dormir. –José María levantó las manos como si le estuvieran apuntando.
-Vale, vale. No he dicho
nada. Se llevan bien entonces, ¿no?
-Por supuesto.
Perfectamente. Ella es un primor, un regalo del señor. ¿Ha visto como tiene esa
mujer las habitaciones del hostal?
-Sí, como dice ella, son
de cuento.
-Ella es de cuento, la
princesita que espera a su príncipe azul. Qué machista ha quedado eso. –Dori
torció el gesto de su boca.
- ¿Sí, por qué? No creo
que haya quedado para nada machista. Es feliz sola, eso está claro, pero todos
queremos que se enamoren de nosotros personas de las que nos enamoraríamos, y
si ella es una princesa, debe de haber un príncipe para ella. Vamos, digo yo.
- ¿Eres de sangre azul,
forastero? –Los dos rieron de nuevo.
-Bueno, que te voy a
matar de hambre. Tengo revuelto de setas con jamón serrano, huevos con chorizo,
croquetas de morcilla, entrecot y puré de patatas y calabacín.
-Mmmm póngame el puré con
unas croquetas de esas. -Señalando la vitrina-. Tienen que estar buenísimas.
-Como la dueña. –Dori le
guiño un ojo de forma cómica, de nuevo volvieron a reírse a carcajadas.
- ¿Qué pasa aquí con
tanta risa? –El que preguntaba con cara extrañada y algo molesto era Romero,
“el seco”. Apodo debido a su delgadez y también al carácter. Medía un metro y ochenta centímetros y
apenas pesaría sesenta y cinco kilos.
-Nada Romero, nada. O es
que una ya no puede ni reír.
-Ponme un vinito y haz el
favor de reírte más bajo que me duele la cabeza. –Dori miró a José María con
desánimo. Le habló en voz baja. –No es mala gente, solo que no tiene tacto para
hablar con los demás.
-Tienen un pueblo
precioso. –José María quiso agradar a “El Seco”.
-Y muerto. ¿Cómo ha
llegado aquí? Seguro que de casualidad.
-Pues tengo que darle la
razón, sí.
-Ve. Es un pueblo muerto
que recoge cadáveres, no se ofenda, quiero decir gente de paso, perdidos por el
camino.
-Eso tiene su encanto,
¿No cree?
-No, no lo creo. Lo
bonito es la prosperidad. Un cadáver bonito al final es solo eso, un cadáver.
-Siempre tan positivo
Romero. Da gusto hablar contigo. –Interrumpió Dori.
-Pues no hables conmigo.
Yo no doy cháchara. –JM pilló la indirecta y dio por concluida la charla con
Romero.
La comida de “Casa Doris”
fue un regalo para el paladar de José María, harto de comer en bares de
carretera con sus insípidos menús y platos combinados anunciados en horribles
fotos azuladas por el sol. Estaba tan cansado que ni siquiera pensó en Claudia.
Quería invitarla a un café o algo más fuerte, pero sus párpados luchaban por no
cerrarse como el telón de una función acabada. Entró al hostal y escuchó el
sonido de lo que probablemente sería un programa de televisión. JM dejó la
llave adrede en recepción para poder hablar con Claudia una vez más.
-Perdón. –JM se acercó a
una pequeña salita donde rugía un televisor.
- ¿Has cenado ya? Seguro
que Dori te ha tratado estupendamente bien.
-Sí. He comido muy bien,
y reído.
-Dori es un amor.
-Y gran sentido del humor.
-Quiero invitarte a una
copa o un café, estoy cansado, pero sé que si me acuesto tan temprano dentro de una hora
o así estaré despierto y toda la noche en vela.
-Mañana debo madrugar…
-Algo rápido, un vaso de
leche caliente, una infusión…
-Vale, que narices. Hago lo
mismo todos los días, por una vez puedo cambiar mi rutina.
-Pues ya somos dos los
que hemos roto con la dichosa rutina.
Volvieron al bar de “La
Leona”, el único en el pueblo. Dori sonrió cómplice a José María. En la mesa
del fondo conversaban amorosamente un matrimonio con la mitad de un siglo ya
cumplidos; ella era Rosa Martínez, la mujer del maestro y él Alfonso Olea, “el
maestro” claro. Alfonso no tenía ganas de jubilarse, ni de cambiar de mujer,
locamente enamorado, y sin hijos, parecía un adolescente encaprichado. Rosa no
se quedaba atrás, vivía por y para su marido, hasta dejó su trabajo de
secretaria para pasar más tiempo juntos.
Claudia quería sentarse
en la barra, pero José María ya había sacado la silla de una mesa
ofreciéndosela caballerosamente a su posadera, como la llamó jocosamente.
Claudia aferraba la taza de té con sus pequeñas manos blancas, limpias de
anillos y pulseras.
- ¿Tienes frio?
-Un poco. Aquí de noche
da igual el mes que sea, siempre refresca.
- ¿Es usted el viajero
que ha sufrido una avería? –Preguntó un poco impertinente la mujer del maestro.
-Rosa, que cotilla eres.
–Río Claudia.
-Me lo ha contado Dori.
–Dori entornó los ojos al techo.
-Da igual, no me importa.
Sí, soy yo. Era un viaje de negocios, se averió mi coche y aquí estoy. Nada que
no se pueda solucionar.
-Vaya fastidio. Pero
bueno, así descubre La Aldeílla, que no todo el mundo la conoce.
-Rosa, no molestes.
–Alfonso “el Maestro” trataba de hacer callar a su mujer, que, aunque era muy
buena, era famosa por sus cotilleos.
-No es molestia de
verdad. –A José María no le importaba que le preguntaran, era sociable y muy
simpático, le encantaba charlar con la gente mayor, pero esa noche quería
intimar con Claudia, saber más de ella, escuchar su dulce voz mientras se ahogaba
en sus ojos verdes turquesa.
-No le des pie a mi mujer
que una vez suelte la lengua ya no hay quien la pare. –“El Maestro” Claudia y
Dori rieron mientras Rosa se ponía colorada.
La charla fue agradable,
la pareja de cincuenta y tantos eran cariñosos y parlanchines, Claudia y José
María cruzaban miradas y sonrisas. Dori llegó a bromear con cierta tensión
sexual no resuelta y a Claudia le entró el sueño. Se despidieron sorprendidos
por la hora, casi las tres de la madrugada. Ya en el hostal el viajero y la
posadera se despidieron con un “buenas noches”, José María se quedó plantado
esperando un beso de Claudia, quien pareció adivinar sus intenciones, dando
media vuelta y dirigiéndose a su cuarto con los brazos cruzados y la cabeza
mirando al suelo. Su pelo rubio brillaba con la luz del largo pasillo. JM
esperó hasta que desapareció de su vista aquella mujer tan bella. Suspiró y
miró la llave de su habitación, “Higuera”.
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