martes, 24 de marzo de 2020

EL VIAJERO Cap.3 / parte 1


                                    EL VIAJERO
                               Capítulo 3 / Parte 1


                                                   1


“La tizná” bajaba la calle de La Amargura con el cesto lleno de uvas blancas. Quería refrescarse en la fuente antes de ir a casa del alcalde, donde debía dejar su carga. Esperó a que terminara un forastero que parecía estar curándose un corte en la mano. Era guapo y alto, no mucho, como a ella le gustaban, ni más de un metro ochenta ni menos de uno setenta y cinco.

-Un corte feo. ¿Una suegra enfadada? –El forastero rió.

-No, un diablillo en bicicleta. Y no es tan feo, solo que las heridas en la mano sangran mucho, pero no es nada.

-Eso dijo Bob Marley de la herida en su pie y mira cómo acabó…

-Espero no correr la misma suerte. –Su cara sonrió forzosamente. No le gustaba pensar en la muerte.

-No creo que te desangres, pero se te puede infectar.

-Eres toda una fiesta chica.

-Perdona, es que soy muy sería para los temas de salud. Me llamo Ángeles, pero aquí todos me dicen “la tizná”.

- ¿Por?

- ¿No ves mi piel y la del resto del pueblo? Aquí todos son más blancos que la leche y yo soy... café con leche. Mi madre era gitana y mi padre payo.

-Me parece un mote feo para una muchacha tan simpática.

-A mí me da igual. La gente es buena aquí, me trata muy bien. –El forastero asintió con la cabeza.

-La verdad es que se está muy a gusto en este pueblecito. Son todos muy serviciales y simpáticos. Uno se siente como en casa.

- ¿Quiere uvas?

-Lo que decía, como en casa. –El forastero se llenó la mano izquierda, la que no estaba herida, de uvas recién cortadas. Ella lo miraba a los ojos mientras las probaba.

-Me llamo José María.

-Encantada, vivo justo arribica de esta calle. –Señaló la larga calle llamada La Amargura.

-Están buenísimas. –Ignorando el gesto de “la tizná”.

-Se las llevo al alcalde, a Jacinto le gustan una barbaridad. Y me las paga muy bien.

- ¿Vuestro alcalde se llama Jacinto? –Dijo JM con algo de sorna.

-Sí, ¿Qué pasa? Es un hombre muy bueno, ¿lo conoce?

-No, no tengo el placer. Me ha hecho gracia el nombre.

- ¿Se queda para el fin de semana?

-Qué remedio, tengo el coche en el taller. Pero creo que me lo voy a pasar bien.

-Nos veremos entonces esta noche. –Dijo <esta noche> con una segunda intención.

-Gracias por las uvas.

Ángeles se alejó con su andar juvenil, llamó a la puerta de la casa del alcalde. Jacinto llevaba en el cargo cuatro legislaturas y ganando con mayoría absoluta siempre. Era muy querido en el pueblo, él y su mujer, Lucía, más querida aún. Una mujer siempre sonriente y bondadosa. La criada abrió la puerta.

-Niña, que aroma tan dulce traes. Pasa. –“La tizná” entró, se conocía la casa de memoria. Se dirigió a la cocina que estaba al entrar a la derecha. Dejó el cesto en la mesa de madera.

-Hace una mañana de verano.

-Es verdad, mírame a mí, en manga corta.  –La criada, se señaló la blusa amarilla.

-Y vaya escotazo, María… -Las dos mujeres rieron.

-Como era aquello… lo que se tiene se luce y lo que no se pudre, ¿No?

-Eso digo yo. Mira que se lo digo a mi abuela cada vez que me regaña con la ropa que me pongo.

-Pero si tienes ya diecinueve años chiquilla. Qué te tiene que decir tu abuela nada.

-Pues ya, pero ella es una mujer chapada a la antigua, ya sabes, tiene otras costumbres.

-Ay, si te viera tu madre y tu padre… -A “la tizná” no le gustaba que le recordaran constantemente que sus padres ya no estaban. Habían pasado ya cinco años desde que un camión desbocado los arroyara en la carretera del Río Chico, como llamaban a la carretera comarcal que unía al pueblo con el resto del mundo. Desde entonces su abuela era la encargada de criar a su nieta, pero su nieta se bastaba sola para criarse-. Tienes los mismos ojos que tu madre y los mismos andares.

-Eso siempre me lo dice Lucía. –Ángeles “la tizná” sonrío tímidamente bajando la cabeza y mirando a sus zapatos-. ¿Dónde está?

-No la he visto en toda la mañana. Salió temprano dice Jacinto.

-Quería hablar con ella. Ella siempre me entiende.

-Es verdad, Lucía siempre tiene la palabra correcta y el abrazo más oportuno.

Jacinto irrumpió en la cocina sin decir nada, no era propio de él, pensó Ángeles.

-Hola alcalde.

-Por dios Ángeles, no le llames alcalde, tiene nombre. A Lucía no le gusta que le llamen alcalde.

-Sí tengo nombre, pero me gusta que me llamen alcalde, porque me gusta serlo. Parece mentira que ella me conozca mejor que mi mujer. –La cara de “la tizná” comenzaba a cambiar de color, colorada como un tomate volvió a mirar sus zapatos. Estaba incómoda.

-Tienes la cocina hecha un asco María, todo por medio, mira el fregadero, y la mesa todavía con las uvas encima del cesto. Que desastre.

-Se habrá levantado con el pie izquierdo. –La criada del alcalde, ignorando el mal humor de éste, trataba de aflojar la tensión en la cocina. –A Ángeles, Jacinto siempre le había parecido un hombre encantador, admirable, educado y servicial; pero aquella mañana era otra persona, el típico marido amargado y adusto.

- ¿Dónde se habrá metido mi mujer? Siempre está por ahí, agradando a todo el mundo menos a su marido.

- ¿Le ocurre algo Don Jacinto?

-Que no está mi mujer aquí, solo eso.

-Ya vendrá. Estará de cháchara con alguna amiga, ya sabe cómo son las mujeres de parlanchinas. -María trataba de tranquilizarlo. Ella siempre pensó que el matrimonio entre Jacinto y Lucía era perfecto. Un ejemplo para los demás. Con libertad para llevar cada cual una vida independiente, pero contando siempre el uno con el otro. Sin escenitas ni reproches.

Jacinto miró por la ventana, en la fuente descubrió a un forastero, por un instante se le iluminó la cara, por fin gente nueva en el pueblo. Jacinto salió a respirar el aire de la mañana. Y de paso, charlar con el visitante. El día mejoraba. 
                                                                     
-Hace una muy buena mañana, ¿no cree?

-Sí. No hay duda. –José María no dejaba de sorprenderse de lo simpática que era la gente en La Aldeílla.

- ¿Ha sufrido un accidente?

-No, es que tuve una avería y me están arreglando el coche en el taller de aquí y-El alcalde le interrumpió.

-No, me refería a la mano.

-Ah, sí, vale. –JM se ríe-. Esto no es nada. Un chiquillo que iba como un diablo en su bicicleta.

-Seguro que el hijo menor de “los de la Villa”.

-Estaba tan asustado que no me dijo ni su nombre. Era rubio, con alguna peca en la cara, creo.

-El mismo. Carlitos.

Se marchó corriendo muerto de vergüenza.

-Ya, mejor dicho, preocupado por si lo pillan. Ese niño es un peligro.

-Bueno, ¿quién no ha chocado nunca con la bicicleta siendo un niño?

-Yo jamás tuve una. Ahora los niños tienen de todo, por eso no lo valoran.

-Usted tampoco se ha presentado. Yo soy José María.

-Jacinto, el alcalde.

-Ah sí. Mucho gusto. Tienen el pueblo precioso.

-Muchas gracias. Entre todos mejoramos La Aldeílla. Nos esforzamos mucho para mantenerlo así. No es fácil.

-Supongo que con cada generación el pueblo irá perdiendo habitantes. Todos se van a la capital. Aquí…

Aquí se puede hacer de todo, hay trabajo, casas, luz, carreteras, es verdad que estamos lejos de todo, pero ¿qué encanto tendría entonces La Aldeilla?

-Supongo que no sería igual. Esto es precioso.

-Sí, pero los jóvenes no valoran sus raíces, su lugar. Nos traicionan. Llegará un día en el que no quede nadie en este pueblo perdido.

-Seguro que eso no pasa. Lo de los jóvenes… es normal que traten de buscarse la vida, mejorar.

- ¿Cree que los que nos quedamos en el pueblo somos unos fracasados?

-Yo no he dicho eso. –JM comenzaba a sentirse muy incómodo con la conversación.

-Ya, pero lo piensa.

-De ninguna manera, solo quería decir…-Jacinto levantó la mano para interrumpir al forastero.

-Lo que ha querido decir. Los jóvenes aquí no tienen nada que hacer nada más que el campo y el pastoreo.

-No se ofenda, pero poco más veo yo. Y es una pena porque, repito, tienen un edén aquí.

-Déjeme decirle una cosa, José María. –Jacinto ensombreció su rostro.

-Dígame.

-El edén se puede convertir en un infierno.  La soledad transmuta a algunas personas, el viento de estas llanuras te afecta como un espíritu arcano que quiere jugar contigo. Por la noche el bosque habla, y los animales te acechan. Aquí las sombras respiran y hay ojos en las paredes.  -José María sonrío estúpidamente, no sabía que decir ni que hacer.  Solo quería irse, perder de vista a aquel lunático. Y como si aquellas palabras no hubieran surgido jamás de la boca del alcalde, Jacinto se despidió amablemente y con un semblante totalmente diferente.

-Que pase un buen día y disfrute de nuestro amado pueblo.

JM se despidió con un gesto de su mano, estaba confuso, no sabía qué decirle a aquel hombre enajenado.  Se alejó de la fuente y continúo su paseo. Saludó a varios vecinos del pueblo. Le encantaba pasear y que, sin ser él de aquel lugar, sus habitantes le saludaran con cortesía, llanamente, como sólo se hace en los pueblos de este país. Anduvo por un camino empedrado y escoltado por pequeños ficus, que rodeaba la pequeña población sirviendo sus salientes de miradores.

Caminando perdió la noción del tiempo, el aire era puro, limpio, las casas todas bonitas, la gente sencilla, salvo el alcalde, que pensaba JM, debería visitar a un psicólogo, pero lo mejor era que estaba apartado de todo. Siguió caminando disfrutando de la tranquilidad, de la brisa de la sierra y el canto de los pájaros, sin percatarse de una sombra que lo seguía.

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