EL VIAJERO
CAPÍTULO 2/ PARTE 3
3
El pueblo se llamaba La
Aldeílla, nombre que le venía que ni pintado porque apenas había un centenar de
viviendas, era un pueblo típico de Castilla, muy limpio y cuidado, todas las
casas guardaban la misma estructura, techo de teja roja y fachada de piedra. El
suelo estaba empedrado con pequeños adoquines grises y marrones. Una gran
fuente, con dos chorros para beber agua, era el centro de la austera plaza del
pueblo. Bancos de madera y piedra gris recorrían el cuadrado que formaba la
plaza presidida por una pequeña iglesia románica. Un ábside y una pequeña torre
rematada con una espadaña de doble arco era su presentación. Aunque pequeñita, en
comparación al tamaño de aquella villa, que tampoco es que fuera muy grande, era una iglesia de importancia,
destacando por encima de todo el paisaje.
El hostal se llamaba
“Buenaestancia”. Sin duda el nombre representaba aquello que pretendía su dueña; que toda persona allí
hospedada tuviera un buen descanso en aquel lugar perdido. Con cada segundo que
permanecía al lado de Claudia, (escuchando su voz, mirando su cara, atento a
sus gestos) más se enamoraba José María de ella. No podía remediarlo.
- ¿Tenéis muchas visitas
en este pueblo?
-No las que debiera.
-Perdona que lo pregunte,
pero ¿No es un pueblo muy pequeño para un hostal?
-Puede que sí. Pero en
temporada de caza lo lleno siempre. El turismo rural se ha puesto de moda y mi
hostal es de los más visitados en internet de toda esta zona. Me da para comer,
si es eso lo que te preocupa, ¿O es que acaso me quieres hacer competencia? –José
María estaba pensando en su trabajo, pero no tenía nada que ver con hostales ni
turismo rural.
-Tranquila, tranquila. La
hostelería no es lo mío. –JM reía cada comentario de Claudia.
-Aparcaré detrás. Ya
verás cómo te va a gustar... Gustar no, encantar.
-Por la fachada ya parece
una preciosidad, como la dueña. -Se sorprendió así mismo tras aquel comentario.
Pero qué podía perder. Estaría apenas dos días, pensaba aprovecharlos al
máximo.
-Muchas gracias José
María. Yo no soy para tanto, pero el hostal me ha costado mucho esfuerzo y
tesón. Que ahora tenga este aspecto de cuento se debe a mi cabezonería y mi
sueño. Hasta me trataron de loca, pero ahora todos me alaban.
No exageraba Claudia
cuando decía que su hostal parecía sacado de un cuento. La fachada era igual
que las demás casas del pueblo, de piedra, pero era una piedra más refinada,
con más lustre. El tejado era más angulado, con dos buhardillas con un alfeizar
lo suficientemente ancho para sentarse y tomar el sol. La puerta era gigantesca,
de madera de roble, con una aldaba en forma de cabeza de lobo, de sus colmillos
sobresalía el llamador. Las ventanas
estaban todas adornadas con flores, los balcones eran los típicos de la zona,
de madera y al estilo colonial. Todo parecía recién pintado. Una de las
esquinas del hostal estaba cubierta por completo por una hiedra que ascendía
desde el patio trasero hasta el tejado. La canaleta estaba finamente dibujada
con los escudos de las familias de la aldea. Un pequeño pasillo de castaños
escoltaba al visitante hasta la entrada, donde dos duendecillos de porcelana daban
la bienvenida.
La habitación que le
escogió Claudia era perfecta. El balcón miraba a la bonita plaza del pueblo,
las lámparas estaban hechas de cristales dibujados con motivos rústicos; quizás
pensaba él, hechas por las propias manos de la dueña del hostal. La cama era
cómoda y el baño contenía un detalle tras otro; patitos de goma en la bañera,
gel aromático, toallas limpias con el logo del hostal bordado, un lavabo antiguo
de madera con una palangana de porcelana, alfombras verdes a juego con los
cuadros y la cortina de la bañera. La mampostería retro y las tuberías,
pintadas también de verde, estaban a la vista. Todo era perfecto en la
habitación. Faltaba ella tumbada en la cama, con las sábanas como única prenda.
Además, tenía un bonito detalle, (otro más) las habitaciones no estaban numeradas, nombres
de árboles ordenaban las veinticinco habitaciones. El cansado viajero abrió la
ventana de su habitación, La Higuera, y respiró aquel aire puro y limpio. La brisa era agradable, fresquita, que parecía limpiar la piel de la suciedad de la ciudad y aclaraba el rostro borrando ojeras producidas por el estrés. Solo se escuchaba el trinar de los pájaros que al atardecer revoloteaban más
que a cualquier hora del día. El lugar tenía magia, quizás alimentado por la
energía y chispa de Claudia. Esa mujer le gustaba, y le gustaba mucho. Quizás
vuelva algún día. Pero José María aún no
se había marchado, e iba a tardar en hacerlo.
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