CAP.4
2
De la ventana saltó, no sin dificultad, a una acacia
que estaba justo debajo. Las ramas le arañaron las piernas y los brazos, pero
la que le iba a causar problemas era los dos cortes en la cara. Uno en la
mejilla y otro justo encima de la ceja, la sangre brotaba y no le dejaba ver
bien con el ojo izquierdo. La última frontera en su primera fase para la
escapada de la ira de La Aldeílla era una pequeña tapia, detrás un huerto y a
continuación el pueblo lleno de aldeanos con sed de venganza. Trepó con
agilidad a la tapia, tuvo que evitar unos cristales clavados con cemento en el
borde del estrecho muro. No pudo evitar abrirse la herida de la mano. Cuando
estaba a punto de saltar, un disparo rompió el silencio del pueblo. Varios
balines se incrustaron en la espalda, hombro y brazo de José María. Cayó al
huerto herido, su camisa gris estaba manchada de sangre, apenas veía donde
pisaba y sabía que ya habían descubierto su huida. Tenía que correr, buscar un
refugio para recuperase. Se limpió con la manga de la camisa la sangre de la
frente, y por un pequeño agujero de la tapia pudo ver como el cazador y Jacinto
miraban por la ventana del cuarto de baño del bar. Se escuchó cierto revuelo más arriba, en la
plaza. JM salió corriendo ignorando el dolor, saltando otra verja de alambre. El
segundo disparo solo le rozó, lacerándole el muslo. No podía caer, otro disparo
y no tendría más fuerzas para seguir. Giró en cuanto alcanzó el final de la
calle, no respiraba bien, estaba muy nervioso, herido y tratando de pensar
frenéticamente como escapar con vida.
Recordaba un poco las calles, sabía que el taller
mecánico estaba en las afueras, con suerte podría llegar allí, coger varias
llaves y dar con algún coche que pudiera sacarlo del pueblo. Paró en un
soportal oscuro, necesitaba coger aire. En las calles se escuchaban gritos,
palos golpeando las paredes, coches con el motor en marcha. Enfrente vio una
casa con el postigo entreabierto, la dueña estaba saliendo, llamando a su
marido que estaba en la parte superior de la calle. Éste bajaba a por ella, iba
armado con una escopeta y le dio una pequeña guadaña a su mujer. JM estaba
escondido tras una gran cantarera de arcilla, veía la escena entre la cantarera
y la pared, camuflado también por la enredadera que nacía de la enorme vasija.
Estaba aterrado pues no tenía ni idea de a dónde ir. Todo el pueblo lo buscaba
sin excepción.
El matrimonio se dispuso a partir en la búsqueda del
asesino de “La Tizná”, pero el postigo se quedó abierto. El viajero esperó a
que los pasos de la pareja se perdieran para cruzar la calle a toda prisa y
saltar por el postigo. Entró en la casa y se dio cuenta que podría haber
cometido un tremendo error. No sabía si la casa estaba vacía. Pese a ello
decidió permanecer allí, seguro de que no lo buscarían en un largo rato. Tenía
un plan, de noche sería más fácil moverse por el pueblo que a la luz del día.
Lo volvían a subestimar, todos en la calle buscándolo, por el pueblo, por el
campo; y él estaba allí, en una de las casas de la marabunta que lo buscaba,
curándose las heridas y decidiendo su próximo movimiento.
Buscó un botiquín y comenzó con la curación a
sabiendas de que sería imposible sacar por él mismo algunos balines. Un ruido
en la casa hizo derramar el bote de yodo a JM. Se asustó, había alguien más en
la casa. Agarró un adorno de la pared, era una azada antigua. Se encaminó hacía
el ruido, al abrir la puerta del pasillo una niña lo miraba asustada y muy
sorprendida. JM trató de calmarla inútilmente, pues la niña iba a chillar en
cualquier momento. Ambos se miraron, JM levantó su mano en dirección a la cría,
de unos siete años, con la intención de calmarla. La niña miraba la sangre en
la ropa y el cuerpo del viajero. Una muchedumbre de gente estaba pasando en ese
instante por la calle donde estaba la casa, caminaban agitados al grito de “asesino,
y ¡venganza, matemos al asesino!”, empuñaban armas, y utensilios de labranza.
La niña, atando cabos rápidamente, gritó. JM se lanzó a por ella, tapándole la
boca y agarrándola por la cintura. Le dijo al oído que no gritara. Esperó la
reacción de afuera, pero nadie pareció escuchar a la niña entre tanto vocerío. Rápidamente
se la llevó donde estaba curándose las heridas y le colocó esparadrapo y vendas
en la boca para silenciarla. Le ató las manos y los pies y la dejó en su cama.
Le dijo a la niña que lo perdonase, que él no era ningún asesino. JM no sabía
por qué le explicaba todo eso a una cría de siete años, que solo lloraba y
lloraba.
Bebió agua y se quedó con la azada. También un machete
de caza, un abrigo largo con capucha, una caja de cerillas y una linterna. Descubrió
una puerta trasera que daba a un pequeño patio y se marchó. Sabía que aquel
abrigo, aunque le tapara la cara, no le serviría para pasar desapercibido, pero
sí para que no lo descubrieran si lo veían desde una distancia lejana. Todo
sumaba y no tenía muchas más opciones.
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