UNA AVERÍA DEL DESTINO
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Tarareando una de sus
canciones favoritas, “Astronomy” de Metallica, José María conducía sobrio (una
novedad últimamente) y tranquilo su Ford Focus con USB y lector mp3. Con una
capacidad para más de cinco mil canciones no había trayecto lo suficientemente
largo para escucharlas todas. Conducir le encantaba. De hecho, amaba su trabajo
por eso mismo. Recorrer en la más absoluta soledad el país de una punta a otra,
circular por las carreteras disfrutando del paisaje, detener la marcha para
vaciar la vejiga en una ciudad distinta cada vez, no tener a nadie cerca que le
diga lo que tiene que hacer; solo la serpiente negra y sus líneas blancas, los
carteles con los destinos marcados, el horizonte, su coche y su música. Sus
manos aferran el volante de cuero cosido, mete las marchas como un profesional
de las carreras, y sabe cómo tomar cada curva. Podría ser chófer de alguien
importante, pero eso supondría aguantar sus charlas, el insufrible martirio de
estar aguantando constantemente que te digan lo que debes hacer, por no hablar
de la música, seguro que en el coche de un pez gordo no se oye ni una nota
musical. O peor, algún canal de radio comercial, con sus odiosas y manidas
canciones de moda que le producían ganas de vomitar. Tampoco le gustaba la idea
de conducir un autocar, ni se le pasaba por la cabeza. Terminaría matando a
alguien, por no hablar de los críos, imposibles de aguantar. No se imaginaba
sus manos en un volante tan grande y parando cada media hora porque el abuelo o
el nieto necesitan ir al servicio. No, estaba mejor solo, aquel trabajo era
perfecto. Mañana debía de estar en Salamanca, acababa de pasar Despeñaperros y
tomar la eterna recta de Ciudad Real. El
cliente era de los puntuales, y nada flexible, así que haría las mínimas
paradas, por si surgía un imprevisto, llegar a tiempo al destino. No quería que
sus jefes se molestasen, sobre todo porque sus jefes eran geniales. Nunca había
tenido un trabajo mejor y unos jefazos tan cojonudos, sí, eran cojonudos. Si la
venta de este viaje salía perfecta le iban a dar un plus en la nómina. Sí, se
portaban bien, aunque fueran americanos, rasgo que, al principio, cuando entró
a trabajar, le enturbió un poco el ánimo. Pero ahora estaba encantado, los
americanos eran los mejores, sabían cómo incentivar al trabajador. Sin lugar a
dudas.
El día no podía ser más
soleado, las líneas limitantes reflejaban los rayos del sol y se podía ver la
calima pegada al asfalto. José María prefería el frio al calor pero con el aire
acondicionado ese era un problema menos. <<El mejor invento del hombre, el aire acondicionado. Joder, ya lo creo>>
Pensaba lo mismo cada vez que se metía en su coche, pulsaba el botoncito
mágico y comenzaban a bajar los grados del termómetro.
Aquella recta interminable
se la conocía de memoria, plagada de molinos pero sin apenas áreas de descanso,
sin apenas bares, sin apenas gasolineras, sin apenas gracia, salvo por los
molinos, claro. Tenía la sensación de que tener un percance en estos caminos
sería algo lento, muy lento de resolver. Amigos y conocidos habían sufrido el
tedio, la deshora, el hastío, el desdén y la antipatía de las personas de
aquellos lugares, que casualidad o no, eran todas del mismo sitio. Se acordaba siempre
de unos versos de Machado que hablaban de Castilla:
¡Oh tierra triste y
noble,
la de los altos llanos y yermos y roquedas,
de campos sin arados, regatos ni arboledas;
decrépitas ciudades, caminos sin mesones,
y atónitos palurdos sin danzas ni canciones
que aun van, abandonando el mortecino hogar,
como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!
la de los altos llanos y yermos y roquedas,
de campos sin arados, regatos ni arboledas;
decrépitas ciudades, caminos sin mesones,
y atónitos palurdos sin danzas ni canciones
que aun van, abandonando el mortecino hogar,
como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!
Entonces,
como un nubarrón que ocultaba el sol cubriéndolo todo una negra sombra, las
palabras de su ex mujer acudían a su cabeza como unos salmos al beato: “no se
puede generalizar, hay de todo en todos los sitios”
Así
era ella. Aunque le hubieran puesto delante de sus narices estudios
antropológicos, científicos o humanistas demostrando dicha teoría, ella
seguiría en sus trece. Tanto se acordaba
de ella que bebía para olvidarla; y para matar el insomnio. Pero la bebida ya
era un recuerdo borroso, una imagen que la mente no era capaz de rememorar.
Simplemente se había cansado de auto inculparse, de sentir lastima por él
mismo, tenía un trabajo nuevo y futuro. Ella no estaba en aquel futuro, pero no
importaba, no importaba un carajo pues los días de reproches y llantos pasaron
a mejor vida. La que tenía José María, o JM, cómo le llamaban sus jefes
americanos, ahora mismo, a lomos de su vehículo, rugiendo el motor, la música a
tope y una bonita cifra al terminar el encargo de la semana. Nada podía salir
mal, la oscuridad de sus días se esfumó para dar paso a una época de
prosperidad.
No
echaba de menos su casa, ni sus cosas, ni siquiera a sus amigos. No tenía
familia, ya no. Aquel curro le llenaba
por completo, solo la carretera y él. Estaba conociendo su patria palmo a
palmo, pues más que las ciudades lo que visitaba eran pueblos, cuanto más
pequeños mejor. Los marcaba en una libreta soñando con visitar todas las villas
y pedanías de España. Llegó a conocer uno en el que vivían apenas dos familias, calles empedradas que se perdían entre ellas, como un pequeño laberinto; casas
levantadas en un barranco retando a la ley de la gravedad, el silencio como
himno y las chumberas, que crecían sin orden ni manos que recogieran su fruto,
como escudo. Un pueblo peculiar, ideal para esconderse, para desaparecer. Pero
por aquellos caminos castellanos no había ni pueblos, solo grillos y molinos.
CONTINUARÁ...
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