lunes, 23 de marzo de 2020

         EL VIAJERO 
Capítulo 2 / quinta, sexta y séptima parte   


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Don Camilo paseaba siempre antes de dar la misa, bordeaba todo el pueblo y después sus calles que llevaban a la pequeña iglesia, la joya del pueblo.  En la puerta del hostal descubrió a un forastero que le dio los buenos días con suma amabilidad, Don Camilo, que no perdía oportunidad de ganar nuevos fieles, aunque solo estuvieran de paso, lo invitó a asistir a su misa.
-No gracias. No soy creyente.
-Lo siento por ti, hijo. De todas formas, te invito de igual modo, total en este pueblo a esta hora ¿qué otra cosa se puede hacer que pasear?
-Pasearé entonces. –Y sonrió, le caía bien aquel cura-. Espero asista mucha gente.
-Oh, por supuesto. En este pueblo sí son todos muy creyentes. Que tenga un buen viaje. -José María tuvo una corazonada, no sabía por qué, pero la pieza que esperaba el taller para arreglar su coche no llegaría hoy. El viaje se iba a demorar un poco.
El sol calentaba los cuerpos de dos ancianos sentados en un banco de la plaza, dos abuelas con pañuelos de colores llevaban de la mano a sus nietas adornadas con lazos verdes en el pelo, una madre arreglaba el remolino de su hijo con un poco de saliva (pero ni la mejor laca del mundo bajaría esos pelos tan rebeldes), Lourdes, “la Beata” arreglaba el altar y daba lecciones a los monaguillos. Todos acudían a la llamada de la iglesia. Los niños correteaban todo lo que podían antes de meterse en el templo, sabedores de que una vez dentro ya no podrían hacer el más mínimo ruido. Algunos apuraban el cigarrillo en la puerta, donde sabiamente habían colocado una especie de papelera cenicero para que nadie tirara las apestosas colillas al suelo. Todo parecía llevar un guion como de una serie de televisión. Por una extraña razón al viajero aquella estampa le conmovió y desagradó al mismo tiempo, pero miraba las caras de los habitantes de La Aldeílla y todos irradiaban felicidad, bueno, todos menos Romero, claro.
Don Camilo que saludaba a sus fieles como el abuelo que acude a una boda, alzó la vista al frente antes de entrar a la iglesia. Vio a Claudia barriendo la entrada de su negocio y al forastero hablando con ella. Por supuesto el bar de Dori también estaba abierto, no lo cerraba nunca, esta mujer… En mitad de las cavilaciones del cura una mujer delgaducha, de prominentes arrugas y con el pelo comenzando a clarear le preguntó cerca del oído: - ¿Es que la Claudia se ha echado ya novio por fin?
-Don Camilo miró a la mujer con severidad, no le gustaban los cotilleos, en público claro, en “petit comité” eso era otra historia... Sonrió para disimular.
-Ahora no Remedios, ahora no.
-Dicen que es un viajante.
-No lo sé Remedios, ya hablaremos.
-A mí me gusta “pa” ella.
-Remedios no tienes hartura, eh.
-Padre, es que es un notición…
-No, ahora mismo no es nada, nada.
- ¿Se imagina casando a la Claudia, o lo haría por lo civil? –El cura la ignora mirando hacia el techo y mordiéndose el labio inferior.






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El viajero respiró hondo el aire puro y sano de la mañana en aquel pueblo libre de humos y contaminación. Sonrió al ver en recepción un cartel escrito a mano y con dibujos: MEJOR QUE EN CASA. Claudia le dio los buenos días con su mejor sonrisa, y entonces JM señaló el cartel y afirmando con la cabeza dijo: -Es verdad, estoy mejor que en casa.
-Entonces disfruta del fin de semana aquí, por si el repuesto no ha llegado.
-Eso haré, no me agobiaré, lo prometo.
José María fue al taller con el deseo infantil de quedarse otra noche más. La pieza que faltaba para el arreglo de su coche era fácil de encontrar, otra cosa es que llegase un sábado por la mañana. O eso pensaba el viajero, que comenzaba a sentirse demasiado a gusto al lado de Claudia. Un fin de semana en aquel pueblo no estaba tan mal, sobre todo si permanecía cerca la guapísima dueña del hostal.  Quizás se estaba encaprichando de aquella mujer, quizás era algo más, pero estaba a gusto con ella, estaba a gusto en aquel pueblecito perdido, donde el tiempo parecía ir más despacio. Al llegar al taller suspiró de alivio ya que no estaba el imbécil de la grúa. El mecánico salió a su encuentro arreglándose el tupé con las manos grasientas, parecía más un tic que un intento por mejorar su apariencia.
-Lo siento. –Movió la cabeza de izquierda a derecha-. No ha llegado ni creo que lo haga en toda la mañana. Tendrá que quedarse hasta el lunes, no puedo hacer otra cosa.
-Qué le vamos a hacer.
-Si quiere podemos llamar a la grúa de nuevo y buscar otro taller, -José María le interrumpió. No quería ni de lejos volver a tratar con aquel hombre maleducado e impertinente.
-No, no. Da igual, no hay tanta prisa. Me quedaré el fin de semana, total, hace tiempo que no me doy unas vacaciones. –Ambos rieron.
-Aquí se está a gusto, ¿verdad?
-En la gloria.
- ¿Qué tal el hostal de mi prima? A que es una preciosidad. –José María dudó por un momento sobre si el piropo era por el hostal o por Claudia.
-El hostal es único, está decorado con mucho gusto. Y su prima es un encanto.
-Sí, sí que lo es. Esta noche me pasaré por el bar de Dori, si le apetece podemos cenar los tres. Me llamo Antonio. –El mecánico le tendió la mano, estaba sucia, como todas las manos de los mecánicos. El viajero la estrechó sin reparos.
-José María. Tenéis un pueblo muy bonito, perdido en el mapa, pero bonito. –Los dos volvieron a reír.
En ese momento entraba un chico de unos veinte años, alto y fornido, con unas gafas muy grandes y un par de piezas de moto en las manos.
-Este es Fidel, mi ayudante. Es un loco de la mecánica.
-Hola. –Saludó tímidamente el muchacho.
-Se está montando una moto por piezas, es un inventor loco. –Antonio volvió a reír.
- ¿Te ha llegado ya ese tubo de escape? -Preguntó el chico ilusionado.
-No.- Fue un no alargado, nooooooo-. Mira que eres pesado, ya llegará. Es una pieza extranjera.
-Bueno Antonio, yo me voy a dar una vuelta, hace un día inmejorable para pasear.
-Muy bien, a descansar y aprovechar el fin de semana. -Le volvió a estrechar la mano-. Nos vemos esta noche José María.
Al despedirse, el viajero no vio como el chico de las gafas lo miraba.




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No paraba de darle vueltas a la cabeza, cómo se lanzaría, como le diría a Claudia que le gustaba, cómo reaccionaría ella, cuál era la mejor forma de soltar todo lo que llevaba dentro… estaba nervioso, con mariposas en el estómago como un adolescente atolondrado y primerizo. Estaba ilusionado y no quería que le rompieran el corazón, tampoco quería enamorarse de una mujer que vivía tan lejos de su hogar, aunque bien pensado, él no tenía hogar; estaba más tiempo conduciendo que en su casa.  Absorto en sus musarañas no se percató de la bicicleta que se le echaba encima, era Carlitos, el hijo más travieso de los Jiménez, o como los llamaban en el pueblo, “Los de la Villa”. Media melena, medio metro de estatura y ocho años y medio. Era el mediano de tres hermanos y su padre era medio tonto, pero eso José María no lo sabía. El choque pilló por sorpresa al viajero, pero no al crío que saltó justo antes del impacto. La bicicleta arrolló al forastero que caminaba distraído. Ya en el suelo y con una herida en la mano que sangraba, dando más espectáculo del que la herida requería, miró al piloto kamikaze que contestó antes de que le recriminara nada.
-Lo siento, tengo que arreglar los frenos. Lo siento, lo siento.
-Vas a matar a alguien chico. ¿Este trasto no tiene timbre?
-Sí, pero se me ha roto también.
-Lo que te vas a romper es la crisma. Alma de cántaro.  –Carlitos le miró la mano, preocupado.
-Tranquilo chaval, la sangre es muy escandalosa pero no es nada. No te preocupes, pero arregla los frenos, por tu madre.
Carlitos se marchó de allí a la velocidad de la vergüenza y con el miedo de un posible castigo si sus padres se enteraban. En ese pueblo todo el mundo se enteraba de todo. Lo que no se imaginaba Carlitos es que de ese accidente nadie sabrá nada, y lamentará en su interior no haberlo contado antes.








                                                                       8
Angustias podaba los setos de su jardín cuando descubrió al forastero echando fotos con el móvil a la fachada de su tan bien cuidada casa. Esperó un tiempo prudencial hasta que el –clic- de la cámara verificó la fotografía.
- ¿Qué está haciendo, fotos a mi casa?
-Sí, es muy llamativa, preciosa. –La fachada del caserón estaba plagada de plantas y pequeños arbustos. En la parte del balcón una hilera de macetas de vivos colores daba la bienvenida como un arco iris perfecto. Por la cantidad de plantas y su estado tan lustroso era fácil imaginar la dedicación tan entregada de aquella mujer-. Sus plantas son dignas de una foto.
-Ya, pero no ha pedido permiso. ¿Y si es usted un ladrón?
- ¿Un ladrón? Lo único que iba a robar es una foto. –La señora, que debía de rondar los sesenta años no pareció entender el chiste. Miró el pañuelo que llevaba atado José María en la mano accidentada.
- ¿Y esa herida? ¿No habrá metido usted la mano donde no debía?  -El viajante rio. Se miró la mano izquierda, con aquella improvisación de vendaje, y no supo qué decir.
-Estoy en el hostal “Buena estancia”.  No se preocupe.
-Es de mi sobrina, Claudia. Si miente me enteraré.
- ¿Por qué iba a mentirle?
-Para robarme. –José María comenzaba a cansarse de la conversación con aquella mujer paranoica. Pero por lo visto era tía de Claudia y debía marcarse un tanto.
-Señora, tiene una sobrina encantadora. Ella es la única ladrona aquí, pues me ha robado el corazón. –Toma ya. Si no se la ganaba con eso…
-Ay mijo, tú no sabes cuántos corazones ha robado ella y cuantas veces le han roto el suyo.
-Angustias, deja de farfullar y deja a la gente en paz. Que te metes en “to”. –Era el marido de Angustias, Basilio. Un ex militar que llegó a ser alcalde del pueblo. Su voz sonaba grave y con autoridad.
-No se preocupe, no pasa nada. –Dijo el aprendiz de Don Juan. Angustias se alejó del balcón, se despidió con un rápido gesto con la mano; era una especie de adiós, pero JM pensó que podría significar cualquier cosa. 
El viajero paró en una fuente para limpiarse la herida, que, como su avería, parecerán casualidades del maldito destino. En su destino pensaba José María, pero no de forma negativa, sino romántica. Los caminos y el destino, las decisiones a última hora y el azar; todo orquestado para conocer a Claudia, “su mesonera”. Su corazón trataba de hacer entrar en razón a su frio cerebro, estaba predestinado todo para que así ocurriera, era el tren que no debía dejar de escapar. De repente se imaginó recorriendo las carreteras de la piel del toro deseando regresar al hostal para encontrarse con su chica, ella, Claudia, le estaría esperando con los brazos abiertos, la comida hecha y su entrepierna mojada. Deseaba hacerle el amor esa misma noche, bajo las estrellas que vigilaban La Aldeilla, en cada habitación del hostal, a la sombra de cada árbol de su huerto, besarle cada palmo de piel; cada cabello rubio como el sol, cada suspiro que emanase de su boca de fresa. Estaba perdiendo la cabeza, estaba enamorado. Pero no era momento para enamorarse y el destino ingrato le preparaba un giro de guion digno de Alfred Hitchcock.

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