EL VIAJERO
Capítulo 2 / quinta, sexta y séptima parte
5
Don Camilo paseaba
siempre antes de dar la misa, bordeaba todo el pueblo y después sus calles que
llevaban a la pequeña iglesia, la joya del pueblo. En la puerta del hostal descubrió a un forastero
que le dio los buenos días con suma amabilidad, Don Camilo, que no perdía
oportunidad de ganar nuevos fieles, aunque solo estuvieran de paso, lo invitó a
asistir a su misa.
-No gracias. No soy
creyente.
-Lo siento por ti, hijo.
De todas formas, te invito de igual modo, total en este pueblo a esta hora ¿qué
otra cosa se puede hacer que pasear?
-Pasearé entonces. –Y sonrió,
le caía bien aquel cura-. Espero asista mucha gente.
-Oh, por supuesto. En
este pueblo sí son todos muy creyentes. Que tenga un buen viaje. -José María
tuvo una corazonada, no sabía por qué, pero la pieza que esperaba el taller
para arreglar su coche no llegaría hoy. El viaje se iba a demorar un poco.
El sol calentaba los
cuerpos de dos ancianos sentados en un banco de la plaza, dos abuelas con
pañuelos de colores llevaban de la mano a sus nietas adornadas con lazos verdes
en el pelo, una madre arreglaba el remolino de su hijo con un poco de saliva (pero
ni la mejor laca del mundo bajaría esos pelos tan rebeldes), Lourdes, “la
Beata” arreglaba el altar y daba lecciones a los monaguillos. Todos acudían a
la llamada de la iglesia. Los niños correteaban todo lo que podían antes de
meterse en el templo, sabedores de que una vez dentro ya no podrían hacer el
más mínimo ruido. Algunos apuraban el cigarrillo en la puerta, donde sabiamente
habían colocado una especie de papelera cenicero para que nadie tirara las
apestosas colillas al suelo. Todo parecía llevar un guion como de una serie de
televisión. Por una extraña razón al viajero aquella estampa le conmovió y
desagradó al mismo tiempo, pero miraba las caras de los habitantes de La
Aldeílla y todos irradiaban felicidad, bueno, todos menos Romero, claro.
Don Camilo que saludaba a
sus fieles como el abuelo que acude a una boda, alzó la vista al frente antes
de entrar a la iglesia. Vio a Claudia barriendo la entrada de su negocio y al
forastero hablando con ella. Por supuesto el bar de Dori también estaba
abierto, no lo cerraba nunca, esta mujer…
En mitad de las cavilaciones del cura una mujer delgaducha, de prominentes arrugas
y con el pelo comenzando a clarear le preguntó cerca del oído: - ¿Es que la
Claudia se ha echado ya novio por fin?
-Don Camilo miró a la
mujer con severidad, no le gustaban los cotilleos, en público claro, en “petit
comité” eso era otra historia... Sonrió para disimular.
-Ahora no Remedios, ahora
no.
-Dicen que es un
viajante.
-No lo sé Remedios, ya
hablaremos.
-A mí me gusta “pa” ella.
-Remedios no tienes
hartura, eh.
-Padre, es que es un
notición…
-No, ahora mismo no es
nada, nada.
- ¿Se imagina casando a
la Claudia, o lo haría por lo civil? –El cura la ignora mirando hacia el techo
y mordiéndose el labio inferior.
6
El viajero respiró hondo
el aire puro y sano de la mañana en aquel pueblo libre de humos y contaminación.
Sonrió al ver en recepción un cartel escrito a mano y con dibujos: MEJOR QUE EN
CASA. Claudia le dio los buenos días con su mejor sonrisa, y entonces JM señaló
el cartel y afirmando con la cabeza dijo: -Es verdad, estoy mejor que en casa.
-Entonces disfruta del
fin de semana aquí, por si el repuesto no ha llegado.
-Eso haré, no me
agobiaré, lo prometo.
José María fue al taller
con el deseo infantil de quedarse otra noche más. La pieza que faltaba para el
arreglo de su coche era fácil de encontrar, otra cosa es que llegase un sábado
por la mañana. O eso pensaba el viajero, que comenzaba a sentirse demasiado a
gusto al lado de Claudia. Un fin de semana en aquel pueblo no estaba tan mal,
sobre todo si permanecía cerca la guapísima dueña del hostal. Quizás se estaba encaprichando de aquella
mujer, quizás era algo más, pero estaba a gusto con ella, estaba a gusto en
aquel pueblecito perdido, donde el tiempo parecía ir más despacio. Al llegar al
taller suspiró de alivio ya que no estaba el imbécil de la grúa. El mecánico
salió a su encuentro arreglándose el tupé con las manos grasientas, parecía más
un tic que un intento por mejorar su apariencia.
-Lo siento. –Movió la
cabeza de izquierda a derecha-. No ha llegado ni creo que lo haga en toda la
mañana. Tendrá que quedarse hasta el lunes, no puedo hacer otra cosa.
-Qué le vamos a hacer.
-Si quiere podemos llamar
a la grúa de nuevo y buscar otro taller, -José María le interrumpió. No quería
ni de lejos volver a tratar con aquel hombre maleducado e impertinente.
-No, no. Da igual, no hay
tanta prisa. Me quedaré el fin de semana, total, hace tiempo que no me doy unas
vacaciones. –Ambos rieron.
-Aquí se está a gusto,
¿verdad?
-En la gloria.
- ¿Qué tal el hostal de
mi prima? A que es una preciosidad. –José María dudó por un momento sobre si el
piropo era por el hostal o por Claudia.
-El hostal es único, está
decorado con mucho gusto. Y su prima es un encanto.
-Sí, sí que lo es. Esta
noche me pasaré por el bar de Dori, si le apetece podemos cenar los tres. Me
llamo Antonio. –El mecánico le tendió la mano, estaba sucia, como todas las
manos de los mecánicos. El viajero la estrechó sin reparos.
-José María. Tenéis un
pueblo muy bonito, perdido en el mapa, pero bonito. –Los dos volvieron a reír.
En ese momento entraba un
chico de unos veinte años, alto y fornido, con unas gafas muy grandes y un par
de piezas de moto en las manos.
-Este es Fidel, mi
ayudante. Es un loco de la mecánica.
-Hola. –Saludó
tímidamente el muchacho.
-Se está montando una
moto por piezas, es un inventor loco. –Antonio volvió a reír.
- ¿Te ha llegado ya ese
tubo de escape? -Preguntó el chico ilusionado.
-No.- Fue un no alargado,
nooooooo-. Mira que eres pesado, ya llegará. Es una pieza extranjera.
-Bueno Antonio, yo me voy
a dar una vuelta, hace un día inmejorable para pasear.
-Muy bien, a descansar y
aprovechar el fin de semana. -Le volvió a estrechar la mano-. Nos vemos esta
noche José María.
Al despedirse, el viajero no vio como el chico de las
gafas lo miraba.
7
No paraba de darle vueltas a la cabeza, cómo se
lanzaría, como le diría a Claudia que le gustaba, cómo reaccionaría ella, cuál
era la mejor forma de soltar todo lo que llevaba dentro… estaba nervioso, con
mariposas en el estómago como un adolescente atolondrado y primerizo. Estaba
ilusionado y no quería que le rompieran el corazón, tampoco quería enamorarse
de una mujer que vivía tan lejos de su hogar, aunque bien pensado, él no tenía
hogar; estaba más tiempo conduciendo que en su casa. Absorto en sus musarañas no se percató de la
bicicleta que se le echaba encima, era Carlitos, el hijo más travieso de los
Jiménez, o como los llamaban en el pueblo, “Los de la Villa”. Media melena,
medio metro de estatura y ocho años y medio. Era el mediano de tres hermanos y
su padre era medio tonto, pero eso José María no lo sabía. El choque pilló por
sorpresa al viajero, pero no al crío que saltó justo antes del impacto. La
bicicleta arrolló al forastero que caminaba distraído. Ya en el suelo y con una
herida en la mano que sangraba, dando más espectáculo del que la herida
requería, miró al piloto kamikaze que contestó antes de que le recriminara
nada.
-Lo siento, tengo que arreglar los frenos. Lo siento,
lo siento.
-Vas a matar a alguien chico. ¿Este trasto no tiene
timbre?
-Sí, pero se me ha roto también.
-Lo que te vas a romper es la crisma. Alma de
cántaro. –Carlitos le miró la mano,
preocupado.
-Tranquilo chaval, la sangre es muy escandalosa pero
no es nada. No te preocupes, pero arregla los frenos, por tu madre.
Carlitos se marchó de allí a la velocidad de la
vergüenza y con el miedo de un posible castigo si sus padres se enteraban. En
ese pueblo todo el mundo se enteraba de todo. Lo que no se imaginaba Carlitos
es que de ese accidente nadie sabrá nada, y lamentará en su interior no haberlo
contado antes.
8
Angustias podaba los setos de su jardín cuando
descubrió al forastero echando fotos con el móvil a la fachada de su tan bien
cuidada casa. Esperó un tiempo prudencial hasta que el –clic- de la cámara
verificó la fotografía.
- ¿Qué está haciendo, fotos a mi casa?
-Sí, es muy llamativa, preciosa. –La fachada del
caserón estaba plagada de plantas y pequeños arbustos. En la parte del balcón
una hilera de macetas de vivos colores daba la bienvenida como un arco iris perfecto.
Por la cantidad de plantas y su estado tan lustroso era fácil imaginar la
dedicación tan entregada de aquella mujer-. Sus plantas son dignas de una foto.
-Ya, pero no ha pedido permiso. ¿Y si es usted un
ladrón?
- ¿Un ladrón? Lo único que iba a robar es una foto.
–La señora, que debía de rondar los sesenta años no pareció entender el chiste.
Miró el pañuelo que llevaba atado José María en la mano accidentada.
- ¿Y esa herida? ¿No habrá metido usted la mano donde
no debía? -El viajante rio. Se miró la
mano izquierda, con aquella improvisación de vendaje, y no supo qué decir.
-Estoy en el hostal “Buena estancia”. No se preocupe.
-Es de mi sobrina, Claudia. Si miente me enteraré.
- ¿Por qué iba a mentirle?
-Para robarme. –José María comenzaba a cansarse de la
conversación con aquella mujer paranoica. Pero por lo visto era tía de Claudia
y debía marcarse un tanto.
-Señora, tiene una sobrina encantadora. Ella es la
única ladrona aquí, pues me ha robado el corazón. –Toma ya. Si no se la ganaba
con eso…
-Ay mijo, tú no sabes cuántos corazones ha robado ella
y cuantas veces le han roto el suyo.
-Angustias, deja de farfullar y deja a la gente en
paz. Que te metes en “to”. –Era el marido de Angustias, Basilio. Un ex militar
que llegó a ser alcalde del pueblo. Su voz sonaba grave y con autoridad.
-No se preocupe, no pasa nada. –Dijo el aprendiz de
Don Juan. Angustias se alejó del balcón, se despidió con un rápido gesto con la
mano; era una especie de adiós, pero JM pensó que podría significar cualquier
cosa.
El viajero paró en una fuente para limpiarse la
herida, que, como su avería, parecerán casualidades del maldito destino. En su
destino pensaba José María, pero no de forma negativa, sino romántica. Los
caminos y el destino, las decisiones a última hora y el azar; todo orquestado
para conocer a Claudia, “su mesonera”. Su corazón trataba de hacer entrar en
razón a su frio cerebro, estaba predestinado todo para que así ocurriera, era
el tren que no debía dejar de escapar. De repente se imaginó recorriendo las
carreteras de la piel del toro deseando regresar al hostal para encontrarse con
su chica, ella, Claudia, le estaría esperando con los brazos abiertos, la
comida hecha y su entrepierna mojada. Deseaba hacerle el amor esa misma noche,
bajo las estrellas que vigilaban La Aldeilla, en cada habitación del hostal, a
la sombra de cada árbol de su huerto, besarle cada palmo de piel; cada cabello
rubio como el sol, cada suspiro que emanase de su boca de fresa. Estaba
perdiendo la cabeza, estaba enamorado. Pero no era momento para enamorarse y el
destino ingrato le preparaba un giro de guion digno de Alfred Hitchcock.
No hay comentarios:
Publicar un comentario