El viejo rockero descuelga su Fender Stratocaster, con tantos
arañazos como él arrugas en la piel, mirándola como a una antigua novia. Le duele
la espalda, pero no el estómago, por lo que vuelve a llenarse de bourbon el
vaso y a desparramarse en el primer taburete libre en la sala. Hay mujeres
bonitas pero el rockero prefiere entregarse al licor, es más sencillo y menos
cansado. Sus huesos se resienten del viaje, del ajetreo del concierto, de los
altavoces, de tocar por cuatro billetes pequeños… alguien grita que toquen otro
tema y él vuelve la cabeza para que no le vean, para no volver a subirse; esta
noche no hay bis. En sus hombros además de tatuajes lleva la marca de un pasado
sin freno, excesos y más excesos, vida sin control ni parada de descanso. Amaneciendo
por sorpresa, casi de chiripa.
Odia a esos chavales
que dicen ir de roqueros con esas pintas de niños pijos, con instrumentos
impolutos y ropas de marca. Ha perdido la fe, la fe en la música, la fe en las
nuevas generaciones, la fe en él mismo. El hastío ha derribado su puerta, ha
desafinado sus cuerdas de acero. Pero sigue tocando, sigue despellejándose las yemas
de los dedos en cada acorde, dejándose las muñecas en cada riff, entregado al
rock & roll.
La noche ya no es su amante ni los aplausos su alimento, la
luna hace tiempo lo dejó atrás y su cuerpo ya no es objeto de pecado, sus dedos
se atrofian por momentos y ya no hace los coros. No importa, él sigue tocando,
cazando notas en el aire como un mago de las seis cuerdas, escupiendo fuego
cual dragón llameante.
Da igual la ciudad, pueblo o antro; da igual su estado de
salud o la carta de menú del bar de turno, seguirá en la carretera, seguirá
tocando, pues esta con la música casado. Al final del último tema mira al
cielo, traspasando el negro techo, buscando aprobación divina. Regresa al
escenario bajando la cabeza, no obtiene respuesta, debe seguir tocando.
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