Por qué hacemos las cosas tan difíciles. Somos capaces de
complicar el asunto más sencillo del mundo.
Algo tan fácil como un beso lo convertimos en un logaritmo
matemático, queriendo etiquetarlo (beso de amor, sexo, lujuria, amistad) Como
dice Bunbury: “yo siempre he preferido un beso prolongado aunque sepa que
miente, aunque sepa que es falso” No hay nada más reparador.
Jugamos en la tierra de las batallas sin fin, reproches
vestidos de preguntas que duelen como puñaladas traperas. Da igual lo bueno que
seas, ya llevas tu etiqueta puesta; ya te han bautizado las lenguas vacías, ya
te han adjudicado el cartel de tu alma, hasta tu epitafio han elegido en la
funeraria. No te otorgan el beneficio de
la duda. Pero solo duele cuando es alguien querido, y ese número va
disminuyendo, como mi paciencia con las
injusticias.
Te cuelgas la chaqueta
de cuero y sigues caminando por el sendero que te da la gana, rabioso
pero seguro de ti mismo, seguro de tus actos, oliendo el perfume de ella que se
te escurre por las manos. El viento se lo lleva como el tiempo su recuerdo,
pero sabes que es mentira y volverá a atormentarte esa tarde de otoño en la que
te atrapará el sofá viendo películas antiguas, esas, de final feliz.
Saltando de cama en cama atrapando suspiros,
sonriendo siempre y entregado hasta la pausa del café; juegas con el azúcar
mientras te observan sus largas pestañas. Esta mañana ya la has perdido, pero
quizás la encuentres en el bolsillo trasero de su pantalón vaquero.
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