A la misma hora y en el mismo sitio, él, de flequillo
imposible y ojos negros que hablan por sí mismos, acude a su cita secreta. Se sienta
y pide un solo largo, se lo pide a ella, la camarera rubia de sonrisa bondadosa
y pantalones ajustados; de gestos gráciles
y ojos marrones. Él no sabe que ella lo ha pasado mal, relaciones turbulentas
faltas de caricias y sobradas de problemas y malos modos, él no sabe que a ella
le gustan sus bromas, sus buenos modales, su naturalidad, su sonrisa. Ella es
un romántica empedernida y él solo un tipo curioso, que ama a las mujeres. Él también
tiene su historia, sin problemas oscuros, sin un dolor que perdure en el tiempo,
es feliz pero se siente nostálgico y falto de un “no sé qué” en su vida que
trata de llenar conociendo a chicas como ella. No le gusta la soledad pero
tampoco quiere compartir su vida indefinidamente. No sabe lo que quiere y eso
es lo que lo tiene completamente roto.
Ella le sirve el café con la gracia de una bailarina de
ballet, casi de puntillas se mueve por la barra con gestos memorizados, naturales, cotidianos pero bellos. El tiempo
parece pararse mientras le acerca el vaso humeante, él la sonríe como hace
siempre, sabe que a ella le gusta.
Hablan del tiempo, de la crisis, de Stephen King, de La Fuga…
el viento golpea con fuerza afuera, ellos dentro, se han quedado solos en el
bar, resguardados del frio que trae el poniente. Sus manos se tocan y sus
miradas se encuentran, el silencio hace acto de presencia y dos sonrisas
amanecen en sus caras. Para qué decir nada, solo una hora y un lugar, sin barra
de por medio.
Entra una madre a la cafetería con una niña morena de ojos
grandes y cara bonita, él se queda mirando a la niña, recordando una ocasión en
el tiempo, en la que una decisión pudo cambiar su vida. Quizás ahora estaría en
la cafetería también, pero cogiendo la mano de su hija; abrigándola para salir
a la calle y luchar contra aquel viento, sí; quizás, quizás fuese tan bonita
como aquella niña, o como la dulce camarera, o como la enfermera de ojos
verdes, o quizá con ojos cordobeses como la peluquera, o tal vez azules, como
la vecina del segundo. Tal vez no se
enamoraría un segundo de cada una de ellas si la verdadera mujer de su vida se
hubiese hecho realidad.
Él se despide y se aleja con el viento de poniente, ella, lo
mira esperanzada pero con cierto odio, no quiere amar a ningún hombre, pero anhela
estar abrazada a sus brazos cuando el viento invernal golpee su ventana y
sacuda las paredes de su hogar. Quiere tomarse un café por las mañanas con él a
su lado, mientras se bebe junto a ella su solo largo.
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