Con gesto cansado y la artrosis dándole guerra se sienta el
viejo panadero del barrio. Le gusta
estar en la calle cazando rayos de sol, su ceño fruncido y los brazos en su
regazo; viendo pasar a la gente. No hace nada más, solo observar a sus vecinos.
La estúpida pelirroja alemana que tiene cuatro demonios por hijos; el hijo de
su médico que es un atontao y va siempre tarde a todo; la bella camarera de
acento extraño aún por dilucidar y de alegres andares; el viejo avaro de la
casa en ruinas que no enciende la luz por no gastar, que morirá con la cuenta
bancaria llena y el alma vacía; el niñato que va siempre de negro como un grajo
y la mirada perdida; el butanero que quiere ligarse a la dependienta de la tienda de comestibles
que es una mujer entrada en carnes pero hermosa; la flacucha de su hermana y su
novio que siempre esta bostezando; el chaval que camina siempre silbando y
sonriendo, acompañado cada viernes con una chica diferente; el pesado del
estanco que es el único que lo saluda sabiendo que nunca va a ser respondido,
la loca de la peluquera y su odioso caniche Pupi, o la dulce niña de las
trenzas, hija de una periodista a cuyo padre conocía del trabajo.
Todas las caras del vecindario son conocidas para el viejo
antipático, y a todas esas caras él inventa una historia, alejadísima de la
verdad en unas, y muy acertada en otras. Él siempre está ahí como parte del
paisaje, un monumento al que visitar del viejo barrio olvidado; que vive en una
calle en la que jamás invertirá un céntimo el ayuntamiento, dentro de una casa antigua
atrapada entre dos moles de pisos de ladrillo visto.
El pasado desciende por sus arrugas curtidas al sol como el
cuero, sus enormes manos están atrofiadas
por el duro trabajo de amasar y amasar noche tras noche. Su carácter agriado
pero de buenos modales, su voz es un guijarro despeñándose y su pelo aún se
mantiene en su cabeza blanco como la harina del pan, ese que elaboraba con sus
manos y de buen sabor, como debería saber
el pan, no como el de ahora…
Se asombraba de ver tanta construcción alrededor de su casa,
otrora apenas un cortijo rodeado de vega, huertas y balsas donde el trinar de
los pájaros era lo único que se escuchaba. Sin hijos y sin mujer, con su perro
como única familia, Raco, que así llamaba a su fiel amigo, parecía casi más
viejo que él, esperando sin duda a morirse con su amo para no dejarlo solo.
Todos en la calle le preguntaban que hacia ahí fuera todo el
día, y el viejo panadero contestaba con desdén, harto de escuchar la misma
monserga. Los vecinos se molestaban por sus frías y directas formas pero jamás dio
problema alguno. Lo único que quería era estar allí, observar su barrio y de vez
en cuando tomarse una copilla de anís en el bar de Antoñico y meterse con la
panadera. Odiaba las noches, porque le obligaban a entrar en su casa, vacía y solitaria,
a su casa desierta de cariño a su cama infinita. Las sombras lo engullían y el
solo podía soñar con una vida distinta que se le escapó de las enharinadas
manos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario