miércoles, 16 de enero de 2013

el viejo panadero



Con gesto cansado y la artrosis dándole guerra se sienta el viejo panadero del barrio. Le gusta estar en la calle cazando rayos de sol, su ceño fruncido y los brazos en su regazo; viendo pasar a la gente. No hace nada más, solo observar a sus vecinos. La estúpida pelirroja alemana que tiene cuatro demonios por hijos; el hijo de su médico que es un atontao y va siempre tarde a todo; la bella camarera de acento extraño aún por dilucidar y de alegres andares; el viejo avaro de la casa en ruinas que no enciende la luz por no gastar, que morirá con la cuenta bancaria llena y el alma vacía; el niñato que va siempre de negro como un grajo y la mirada perdida; el butanero que quiere ligarse a  la dependienta de la tienda de comestibles que es una mujer entrada en carnes pero hermosa; la flacucha de su hermana y su novio que siempre esta bostezando; el chaval que camina siempre silbando y sonriendo, acompañado cada viernes con una chica diferente; el pesado del estanco que es el único que lo saluda sabiendo que nunca va a ser respondido, la loca de la peluquera y su odioso caniche Pupi, o la dulce niña de las trenzas, hija de una periodista a cuyo padre conocía del trabajo.

Todas las caras del vecindario son conocidas para el viejo antipático, y a todas esas caras él inventa una historia, alejadísima de la verdad en unas, y muy acertada en otras. Él siempre está ahí como parte del paisaje, un monumento al que visitar del viejo barrio olvidado; que vive en una calle en la que jamás invertirá un céntimo el ayuntamiento, dentro de una casa antigua atrapada entre dos moles de pisos de ladrillo visto.

El pasado desciende por sus arrugas curtidas al sol como el cuero, sus  enormes manos están atrofiadas por el duro trabajo de amasar y amasar noche tras noche. Su carácter agriado pero de buenos modales, su voz es un guijarro despeñándose y su pelo aún se mantiene en su cabeza blanco como la harina del pan, ese que elaboraba con sus manos y de buen sabor,  como debería saber el pan, no como el de ahora…

Se asombraba de ver tanta construcción alrededor de su casa, otrora apenas un cortijo rodeado de vega, huertas y balsas donde el trinar de los pájaros era lo único que se escuchaba. Sin hijos y sin mujer, con su perro como única familia, Raco, que así llamaba a su fiel amigo, parecía casi más viejo que él, esperando sin duda a morirse con su amo para no dejarlo solo.

Todos en la calle le preguntaban que hacia ahí fuera todo el día, y el viejo panadero contestaba con desdén, harto de escuchar la misma monserga. Los vecinos se molestaban por sus frías y directas formas pero jamás dio problema alguno. Lo único que quería era estar allí, observar su barrio y de vez en cuando tomarse una copilla de anís en el bar de Antoñico y meterse con la panadera. Odiaba las noches, porque le obligaban a entrar en su casa, vacía y solitaria, a su casa desierta de cariño a su cama infinita. Las sombras lo engullían y el solo podía soñar con una vida distinta que se le escapó de las enharinadas manos.

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